Sunday, January 30, 2011

La Maestra de Travestis

Querer estar en un hotel de Cancún no es lo mismo que estarlo, tirado en una silla de playa, junto a la piscina, mirada hacia el mar, con una margarita en la mano, encantado de la vida, semblante de hombre de mundo, chispa en la pupilas, y al verla pasar, susurrar un piropo a tan bellas curvas feneminas, y luego, después de que se fije en mí, decirle: "Hola, que tal".

Divina, diría la Luchi.

La Luchi es una de mis mejores amig@s. Es un hombre gay; ¿y qué, si le queremos decir La Luchi? ¿A qué se oponen? ¿Al uso de un término femenino para referirse a un hombre? ¿Y qué? ¿No eran feministas? Se parecen a mis amigos izquierdistas que se burlan de los negros, e imitan sus acentos.

Desvinculadas, dirían La Luchi.

Querer estar en Cancún y pretender que eres heterosexual, no es lo mismo que serlo, sonriendo levemente, formando un círculo medio apretado con tus libidinosos labios, guiñando suavemente un ojo, y después de alzar la copa de vino y atraerle con una sonrisa, decirle, me encantan tus pulseras.

Atrevida, diría La Luchi.

La Luchi ensalza con sus adjetivos, eleva con sus halagos, sostiene emocionalmente con su apoyo, descubre en el otro cualidades que el otro, valga la redundancia, no reconoce. ¿A qué le tienen miedo? ¿A la libertad de ser? ¿Al sueño?

Reprimidas, diría La Luchi.

La Luchi es maestra de travestis. Les enseña como comportarse, vestir, modular su voz, cruzar las piernas, callar cuando sea necesario, a ser ellas sin dejar de ser lo otro. Les enseña a nunca contradecirse.

Friday, January 28, 2011

Zafias

"¡Coutuuure!", me gritó desde la esquina de la Octava Avenida y la Calle Catorce. ¡Coutuuure!

En la Habana, ella, de quien les hablo, era parte de los grupos más atrevidos. Profesor de literatura, de día, en una escuela secundaria. De noche, jinete de caballos extranjeros.

“Too much”, le hubiesen contestado los chicos que asistían a las inmensas discotecas neoyorquinas en los años setenta, época de discotecas, drogas y Gloria Gaynor; acompañados siempre por el chasquear de las yemas de los dedos mientras hacían un círculo con el brazo derecho, “too much”.

El llegó en los ochenta, en bote, se certificó como maestro bilingüe, mudó al barrio gay de Nueva York: Chelsea, y dejó de trabajar como jinetero. En Nueva York, también encontró un “crowd too much” entre los chicos conocidos como muscu-locas de Chelsea.

En la Habana participó en actividades subversivas, junto a los grupos dedicados a transformar el contenido del discurso político-cultural.

En Nueva York sus esfuerzos los canalizó hacia los grupos que transforman la forma; el contenido de los discursos subversivos ya no le interesan.

En la Habana, la forma que atacaba era la literaria; siempre supeditada al contenido.

En Nueva York, la físico-personal. Su cuerpo es delineado por los mejores pinceles del Gimnasio Chelsea, y las revistas de modas: pantalones estilizados, recorte de pelo, casi rapado, con patillas.

De la Habana tuvo que salir por haber dicho cosas desestabilizadoras.

En Nueva York sólo hace comentarios cínicos y se convierte en otro gay “fast,fast,fast”; convertido en un maniquí ambulante.

De la Habana tuvo que salir por leer a Genet.

En Nueva York sus estudiantes solo leen el Siglo de Oro. “Y ni eso entienden”

Nuestras conversaciones se convirtieron en monólogos que giraban sobre sí mismos.Yo, en busca de comprobarle sus contradicciones. Él buscaba temporizar mis gustos. Un día, hasta llegamos a gritarnos. Ambos tratábamos de ser los más diestros con el leguaje, cierto tipo de lenguaje.

La última vez que lo vi, al ver mis enrollados pantalones de hilo, me gritó con voz sumamente estilizada, "coutuuuure".

“No, nene, se me rompió el ruedo”. Loca pendeja, pensé.

Thursday, January 27, 2011

La Otredad y la “Loca Zafia”

Del otro y la otra, la otredad le da cuerpo al conjunto de ideas y actos que recoge el cómo se ve y el qué se hace frente al otro, la otra: La mujer como objeto mercantil; el negro, ciudadano de segunda clase; el indígena, ícono y noble salvaje; el colonizado, receptáculo de ideas y marioneta de los imperios; el homosexual o está enfermo o poseído por demonios o caricatura que nos divierte. Son tantas las formas y códigos que definen la otredad, que se requiere una biblioteca o institución que se especialice en este tema

Y esa otredad puede tener consecuencias nefastas, obligando a que muchos de los que viven en sus contornos entren en la negación de su yo, de ser parte de una muy particular realidad. Las tasas de suicidios, adicciones, comportamientos auto destructivos, negaciones de quiénes son en su dada situación han sido extensamente documentados; tratados teóricos – desde Fanón hasta Freire – han sido publicados; sus vidas recreadas en ficciones, poesías llenan prontuarios de cursos universitarios, y todo este discurrir no para el que sigan las persecuciones, asesinatos, suicidios.

La tasa de suicidios entre adolescentes con tendencias homosexuales han sido y siguen siendo alarmantes. Jóvenes que andan tratando de definirse como adultos en ciernes, de darle coherencia a cómo se sienten frente a lo que dicen los demás, emocionalmente frágiles, son acosados por la homofobia, por los comentarios a veces denigrantes, a veces vestidos de comprensión – tenía una muy liberal, progresista, católica compañera que me decía que no hablara sobre la homosexualidad en la universidad donde trabajábamos. Ella no se pensaba homofóbica; se sentía tolerante y protectora.

Para la mayoría de la población esto le ocurre al otro; para los que lo viven la experiencia, ésta les marca para toda la vida. El amigo gay, la amiga lesbiana les sirve a ciertos heterosexuales para sentirse tolerantes y "sofisticados" culturalmente. Y son esos amigos tolerantes los que se aprecian porque, al menos, se sabe que ellos no van a convertir al homosexual, al negro, al indígena, a la mujer, al puertorriqueño ni en motivo de burla ni de persecución. Para los gays, entre estos dos polos se encuentran los que aparentan tolerancia mientras tratan de que "cambien" sus vidas, como si fuesen dioses o hadas madrinas y con una varita o una oración pudiesen transformar lo que todavía es un misterio tanto para religiosos como para los científicos.

Estos discursos y actos no se limitan a lo que dicen aquellos que están en sus tronos y puestos con poder. Estos discursos y actos se pueden internalizar de tal manera que los objetos de los mismos se convierten en sujetos. La famosa plena puertorriqueña, El Negro Bembón, retrata esa tan patológica realidad. Un policía negro, mata a otro negro por ser muy bembón. El poeta Vizcarrondo les pregunta a los que niegan su ascendencia africana, “y tu abuela donde está.”

En la sub-cultura de los hombres gays se encuentra la "loca zafia". Aquel cuyos comentarios, muchas veces brillantes, muchas veces hirientes, en la gran mayoría de los casos no usa sus talentos para ayudar a resolver un problema, desmantelar una propuesta. Los usa para rebajar o despreciar al otro, al significativo otro.

En un estudio antropológico llevado a cabo por Modiano (en algún lugar de mis archivos se encuentra la ficha bibliográfica) encontró comportamientos parecidos en los juegos de ronda que jugaban las niñas de comunidades campesinas en México. Las sub-culturas de los poderosos llevan a los súbditos a perpetuar las relaciones y percepciones que mantienen el status quo. Y la loca zafia juega y sigue jugando ese papel.

Sunday, January 23, 2011

El Stone Wall

Dice la leyenda que Alejandro el Magno, después que su fiel y aliado amante muere en las guerras orientales, lleno de angustia y soledad decide escalar una muralla que lo separaba de una antigua ciudad oriental donde se encontraban sus enemigos, y en esa muralla muere, en plena guerra. Es otra muralla de piedra la que le servía y sirve de nombre al emblemático bar gay en el Greenwich Village de Nueva York: El Stone Wall. Distintas murallas con distintas funciones pero ambas evocan las tribulaciones de la vida homosexual.

Un año antes de la revuelta del Stone Wall, nos habíamos mudado a Nueva York los tres amigos, acabaditos de graduar de la universidad, listos para experimentar otra vida más allá del Puerto Rico de los años sesenta, donde todavía no se había superado el encierro que las décadas anteriores marcaron en el psique de los riqueños. El apartamento en plena frontera entre el Village y el resto de Nueva York: Calle Catorce y la Avenida Séptima, refugio de muchos y “crash pad” de otros, sirvió de punto de partida de una cultura y de entrada a otra. De una cultura colonial, caribeña, y bastante provinciana a una donde los pasados no eran tan importantes como el forjar el futuro. De una sociedad donde la homosexualidad era vivida en clandestino a una donde los gays se enfrentaron a las autoridades con botellas y puños. El Stone Wall nos invitó a soltarnos las trenzas, a salir de los closets. Liberarnos no era solamente una experiencia ligada a la nación, era un acto personal. El cuerpo se convirtió en una sentencia política

Nada ocurre en blanco y negro. Las ideas se van cuajando lentamente y ayudan a escoger las rutas que nos llevan a hacer “camino al andar”. Antes de llegar a Nueva York, un cabaret en San Juan labró el terreno que permitió el poder hacer nuestro lo que el Stone Wall reclamaba: el derecho a ser. El Show Boat gritaba tras bastidores lo que luego el Stone Wall gritaría en público.

El Show Boat era un club de transformistas, así le llamaban en aquella época, en la Avenida Fernández Juncos, cerca de la parada veinte y cuatro en Santurce. En aquel entonces había dos clubes de transformistas en el área metropolitana de San Juan: Showboat y Cotorrito. Eran los principios de los años sesenta y lo particular de ese cabaret consistía en que desde los que servían hasta lo que cantaban eran transformistas. Eric, La Ronda, Richie y otros que hoy no recuerdo son los nombres de aquellos jóvenes que cantaban o bailaban o servían tragos. Algunos eran compañeros míos en la universidad: estudiantes de ciencias, pedagogía, humanidades. Otros eran maestros, y otros sólo trabajan como transformistas. Todos, jóvenes serios y responsables en un trabajo al margen de lo aceptado por la sociedad.

“Hola, hola, no vengas sola”, cantaban los transformistas al empezar el show. Hola, hola, hola ven con tu amor. Hola, hola, hola mi nombre es… continuaban hasta que cada uno decía su nombre de pila, para terminar con un “Hola, hola, hola soy maricón”; y si mal no recuerdo, el público le hacía coro con este final. Años luz antes del Stone Wall, en la isla del encanto, hombres y mujeres que se atrevían a reconocer su diferencia, con penas, risas, reconocer su yo mas sexual; y en privado, protegidos por el bar, en el Showboat cantarle al yo centrado, al que no nos pueden quitar, ni negar. Ese yo que está ahí como todas las identidades sexuales: puro. Bueno, a veces, puro.

La vida gay nocturna de principios de los años sesenta fue desapareciendo para ser reemplazada por una más parecida a la de cualquier otra ciudad discotequera. El Showboat, Cotorrito, Búho (así le llamábamos algunos al Owl, el hermoso bar en el viejo San Juan), Sand and the Sea, Hill Top, Tamanaco, La Cucaracha le dejaron el espacio nocturno al Abbey, Julianas, Bachelors, Bocaccio: discotecas mixtas todas, las cuales junto a los grandes hoteles homogenizaban a San Juan. La Marina se convirtió en SOFA, y tres amigos en busca de nuevos nortes al norte nos fuimos.

La catorce servía de frontera entre dos barrios completamente distintos: al norte, lo que para aquel entonces era un barrio predominantemente puertorriqueño, Chelsea. Al sur, uno mayoritariamente “blanco”, bohemio, tolerante, el Grenwich Village. Nunca se nos ocurrió que éramos parte de los pioneros que estaban rompiendo esquemas raciales y étnicos en la ciudad de Nueva York. Tampoco se nos había ocurrido que, al mudarse a barrios donde los afro-americanos no se atrevían ni entrar, eran los puertorriqueños los que comenzaron a romper barreras raciales en los barrios donde residían los italianos, judíos e irlandeses de la ciudad. En barrios como Loisaida, con su mayoría de judíos e italianos, hasta Washington Heights e Inwood, irlandeses y judíos, fueron los puertorriqueños quienes sembraron semillas para que más luego otros “peoples of color” se beneficiaran y pudieran vivir sin que fuesen acosados. Y para bien o para mal, fueron muchas veces las pandillas de adolescentes las que se encargaban de que de allí no los fueran a sacar.

Para nosotros tres, jóvenes graduados de la universidad, los cuentos de Pedro Juan Soto sobre las vivencias de los puertorriqueños en Nueva York se referían a otros mundos, no al que nosotros vivíamos en la isla del encanto. El racismo era problema que veíamos de lejos; nunca le pasaba a alguien de nuestros círculos inmediatos. Eso creíamos, y los golpes que empezamos a tener nos llevaron a reflexionar y comparar lo que estábamos sintiendo en carne propia con lo que amigos nuestros vivieron en la isla. Recordamos a aquel que no iba a ciertos bares en San Juan porque allí solo iban “blanquitos”. El otro que nunca era invitado a ciertos clubes privados debido a su procedencia de clase. El racismo se entrelazaba con las clases sociales, los apellidos y procedencias que regían y rigen quién y por qué eras o eres no invitado, aceptado. El racismo en los Estados Unidos nos devolvió a la isla para verla a través de otros lentes, sus matices marcados por los colores, facciones, pelo, apellidos, procedencias, clases.

Los puertorriqueños resolvemos nuestros asuntos y conflictos raciales y étnicos con una muy trillada frase que sufre de un escapismo craso: " todos los puertorriqueños tenemos nuestra raja", y los puertorriqueños sabemos a qué se refiere esa raja; una raja que no es el centro de la identidad, es simplemente una raja. Este escapismo nos no deja discutir con seriedad el racismo en nuestras comunidades, y la relación de este racismo con las tonalidades de la piel, el tipo de pelo y las facciones. Tampoco no nos permite aceptar que dentro de nuestro pueblo hay quienes descienden de los esclavistas, los que se han beneficiado de esa herencia y continúan manipulando el estado y sus instituciones para perpetuar el status quo. Y este status quo puede ser el mismo dentro de las tres formulas políticas que están sobre el tapete, independientemente de si somos republica, colonia o neo colonia. ¿Cuántos independentistas no conozco que lo primero que te espetan cuando se presentan es su herencia europea? Que si catalán, que si corso - por nombrar los dos grupos con más poder en la búsqueda de linaje étnico-racial en el país. Muy pocos hablan sobre su herencia Yoruba.

No había pasado un mes, cuando ya unos de nuestros muy liberales y cultos vecinos del Village nos dejaba una nota cargadas de insultos y exigiendo que nos fuéramos de allí. Por deducción e información compartida por otro vecino, me enteré que era un hombre gay el que había escrito la nota. “So much for liberation and demands for civil rights in the gay community” - un fenómeno que no ha desaparecido por completo: la identidad étnica y racial de los gays es muchas veces más poderosa que su capacidad para reflexionar sobre la condición humana; un mal que muchos otros grupos de marginados sufren en carne propia.

Era el Nueva York de los hippies, la liberación sexual y las marchas a favor de los derechos civiles. La liberación trae cola, y la cola requiere ver el triunfo e independencia de espíritu, de poder razonar y decidir por cuenta propia. También requiere mirarse y reconocer las fallas para no repetirse: en las estructuras políticas, familiares; en los distintos modos de ser en cada rincón de nuestro querido y abusado planeta; en las creencias externas, y no menos importantes en las internas, las que nos gobiernan por dentro. Para el hombre gay (al igual que otros grupos que viven en los márgenes de la sociedad y que pueden en muchos casos sufrir abusos, asesinatos), el estar en continuo diálogo consigo y con su entorno es la clave para salir a flote o para ahogarse en sí mismo.

El Stone Wall validó un proceso que no ha parado y que lleva a muchos – gays o straights – a seguir derrumbando murallas.