Cuando pequeño, mi querida hermana me decía que yo parecía una lapa. Y luego me miraba y sonreía. Bien sabía a lo que ella se refería, pues me gustaba estar con ella. Siempre disfruté de su compañía, su capacidad de comprensión, su generosidad y desprendimiento, su amor incondicional. Con su sonrisa me dejaba entender que, al ella llamarme lapa, se refería a mi deseo de estar siempre con ella, detrás de ella. No fue hasta que me hice adulto que descubrí lo que en realidad era una lapa: caracolillos que se pegan a las paredes.
Mi hermana nunca se impresionó con lujos ni procedencia de clase. Nunca hubiese dicho fabuloso ni imitado las voces nasales de las neo-burguesas de la isla. Nunca se hubiese parecido a esos personajes acartonados que se jactan de vivir en caserones o andar en guaguas con más gangarreas que un hotel en Las Vegas, que cargan marcas de todo tipo para impresionar sus egos, para luego ahorcarse con los mismos; aquellos que en sus casa encuentras mucho cromo, puro brillo, más nunca un libro y mucho menos una biblioteca. Muy pocos saben que a mi hermana le gustaba leer revistas de sicología, y así tratar de entender la condición humana; una capacidad que usaba para respetar las diferencias sin juzgarlas, a menos que fuesen falsas.
Antes de que Guayama fuese concretizado por urbanizaciones, durante mi años de la pavera, un día subíamos la cuesta del barrio Carioca, y en el camino se encontró con una señora que había estado recluida en el mismo hospital donde ella tuvo que ir tantas veces. Me dijo, “ven, vamos a saludar a….” Estoy seguro que me dijo su nombre de pila. Yo sólo recuerdo el apodo de la señora. Me quedé sorprendido, pues a quien fue a saludar era conocida como La Mecánica, una de dos o tres prostitutas que trabajaban su misión en el caluroso pueblo. Su saludo tan cordial, como si hubiese visto a su comadre o vecina me dio una de esas grandes lecciones que nunca se olvidan, y que sirven para aprender sobre lo que verdaderamente es ser humano.
Su mirada, directa, leía con rapidez las intenciones y personalidad de los otros. Si detectaba falsedad e hipocresía, no transaba. Era cortés con todos, incluyendo a los falsos, pero con estos últimos podía ser fría y de tener que serlo, más directa que un buen tiro al blanco. Tieso me dejó unas cuantas veces; y me lo merecía por andar confundiendo la magnesia con la amnesia. Un estado, tieso, que no duraba mucho; su amor incondicional superaba cualquier aspereza.
Ser estoica le permitió tolerar sus enfermedades como pocos pueden hacerlo. Recuerdo sus muchas hospitalizaciones, y éstas comenzaron siendo yo muy pequeño, quizás antes de yo nacer. Fuera de los hospitales, sus enfermedades no la paraban, no atrofiaban su espíritu, su capacidad para trabajar: raras veces estaba quieta. Debido a sus enfermedades perdió unos cuantos años de escuela. No perdió su compromiso; estudió y completó una carrera. Nunca jugó el papel de la sufrida, ni la maltratada. Hacia los últimos días la oí quejarse de sus dolores y aflicciones; y en aquellos momentos su estoicismo y su fe la mantuvieron con la frente en alto.
Crecimos en un ambiente de extrema pobreza, y rodeados de todos los males que la pobreza económica acarrea. Ella ante esa pobreza mantuvo su clase y buen gusto. Fotos de aquellos momentos la muestran bien vestida, mamá era una excelente costurera y le copiaba los modelos que aparecían en las revistas de modas. Modas que los sábados por la noche, yo de chaperón, mostraba en los paseos por la plaza. Ella daba vueltas con sus amigas; yo corría por aquí y por allá, hasta la hora designada por los viejos para estar de vuelta. No necesitó ni de marcas ni estatus para ser ella. Fue ella quien fue por unos principios muy claros que la guiaron hasta que nos dijo adiós.
Tuesday, February 8, 2011
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