Saturday, July 30, 2011

Curas Americanos, Huizinga y el Rococó Tropical

Cuando dejamos el campo, las montañas del centro de la isla, el mundo de los jibaros, y nos mudamos al caluroso pueblo que miraba al eterno Mar Caribe no sólo cambió la geografía; cambió toda una serie de esquemas – como le llaman ahora por ahí, y escalas de valores que informaban cómo nos veíamos y comportábamos. Hasta la relación con la iglesia cambió. Desde que mudaron las misas a un auditorio, mamá, quien era muy católica, dejó de ir a la iglesia. Ella decía que entre el auditorio y la misa por televisión, prefería esta última.

El ver a mamá frente al televisor servía para evidenciar que, incluso en esos momentos, ella vivía una experiencia religiosa completa, sin importar el medio. Yo no. Cuando veía la misa en la televisión no surgía ningún efecto en mí, ni uno de complacencia como el que sentía cuando veía las series americanas, y menos, el de paz y tranquilidad que sentía cuando iba a la iglesia. Al auditorio no me gustaba ir, aunque, de cuando en vez, iba.

A los pocos días de uno de los compueblanos, Carmelo, llegar del extranjero, le comenté sobre esta sensación, y él, hijo de los riquitos del pueblo que había ido a pasar un semestre como estudiante de intercambio en París y visitado todas las iglesias góticas habidas y por haber, me sugirió que leyera a un tal Huizinga; que me iba a dar cuenta de que mi religiosidad tenía carácter medieval; que la antigua iglesia del pueblo era parte de mi sensibilidad mística; que el auditorio no lo era y, por supuesto, la televisión, mucho menos. Me tuvo que explicar las ideas de este autor porque buscar al tal Huizinga en la biblioteca de mi pueblo era arriesgarme a que me convirtiera en el hazmerreir de la bibliotecaria. Allí lo más moderno era la María de Jorge Isaacs.

La conversación con Carmelo sobre la arquitectura me llevaron a ver las construcciones y los objetos domésticos con una perspectiva distinta; adquirieron un nuevo significado. Los muebles de la casa estaban todos hechos de pajilla y madera y, aparte del televisor, hasta ese momento, su función era la de proveernos comodidad. Corrí a una tienda en San Juan, Tartak, y compré muebles nuevos, de mimbre. Recuerdo que Carmelo cuando los vio, le llamó a la nueva decoración de la sala, rococó tropical. No le hice caso. A mí me gustaban.

Me había copiado de una decoración que vi, después de asistir a una convención de maestros, en uno de los grandes hoteles de San Juan. Una vez entré en el recibidor del hotel y me encontré de frente a aquellas lámparas, espejos, floreros,muebles de cañas, me dije, "algo así quiero para casa". Los de pajilla que Maya nos había regalado estaban viejitos y yo decidí sorprender a mamá con los nuevos muebles de mimbre. Cuando los vio se puso lo más contenta, siempre le gustó que la agradaran. La única que se quejó fue la vecina, Amelia, que al verlos dijo, "Ahí el fondillo se le pone a uno como un fogón". En vez de pajilla, tenían cojines floreados.

No puedo negar que le agradezco a Carmelo el que me haya abierto los ojos sobre la arquitectura y la decoración, aunque me haya dolido un poco cuando le llamó rococó tropical. Después de todo no lo hizo con mala intención y, para bien mío, empecé a aprender sobre la vida de los objetos. Es por eso, aunque no sentía lo mismo que mamá cuando veíamos la misa en la televisión, que comencé a acompañarla, y me sentaba con ella a ver aquellos ritos separados por la pantalla chica. Además, el auditorio no concordaba con la religiosidad, y a esos curas americanos nuestros gustos no les importaban mucho. (Tampoco hablaban nuestro idioma ni se juntaban con los pobres del pueblo)

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