8. Pecados Capitales
8.1. La Fe
“Cerca de la susodicha ciudad de Khalles estaban surtos 14 grandes navíos bien provistos de toda munición y de cuanto era necesario, que estaban por emprender viaje al Rieo delle Platta en Indiam. También se hallaban allí 2500 españoles y 150 alto-alemanes, neerlandeses y sajones, junto con el capitán general de todos nosotros, que se llamaba tum Pietro Mandossa. Entre estos 14 navíos estaba uno de propiedad de los señores Sewastian Neithart y Jacoben Welser de Niremburgo, quienes mandaban a su factor Heinrich Paimen con mercaderías al Rieo delle Platta. Con estos partimos al Rieo delle Platta yo y otros alto-alemanes y neerlandeses, más o menos en número de 80 hombres armados de arcabuces y ballestas.” (Ulrich Schmidel. Viaje al Rio de la Plata, 1534-1554)
Salimos del puerto de Barcelona un 14 de octubre, cruzamos el estrecho y una vez dejamos las Canarias nos encontramos con la primera de unas cuantas tormentas, las mismas que muchas veces continúan y se llegan hasta el Caribe. Para los acostumbrados a viajar por estas rutas y en barco no resultaban novedosas. Otros, los que querían sol, piscinas y cocteles en las terrazas lucían molestos. Alguno que otro creyente en las fuerzas espirituales se encomendaba a sus santos protectores, se persignaba, y juraba que eran las fuerzas sobrenaturales quienes enviaban las tormentas y quienes las atenuaban.
“…….aparecía en más de una ocasión el Cuerpo Santo, esto es, Santo Elmo, como otra luz entre las nuestras sobre la noche oscurísima; y de tal esplendor cual antorcha ardiendo en la punta de la gabia; y permanecía dos horas, y aún más, con nosotros, para consuelo de los que nos quejábamos. Cuando esa bendita luz determinaba irse, permanecíamos medio cuarto de hora todos ciegos, implorando misericordia y realmente creyéndonos muertos ya. El mar amainó, de súbito.” (Antonio Pigafetta. Primer Viaje Alrededor del Globo)
A pesar de que el personal del crucero explicaba que las inesperadas tormentas, relámpagos y rayos no iban a durar más de cierto tiempo, y que el radar indicaba su extensión, su furia no dejaba de asustar a muchos pasajeros. Para otros, los menos, eran un alivio ya que las inclemencias del tiempo servían para disminuir la cantidad de gente que en otras circunstancias hubiesen caminado por los pasillos, en búsqueda de tal o cual actividad.
Las tormentas amortiguaban las griterías que los eufóricos viajeros formaban en los alrededores de los bares y piscinas durante los cuatro días en alta mar antes de anclar en las costas del noreste de Brasil.
Si para algunos el susto servía para activar sus miedos, sentido de mortalidad, y recordar sus oraciones, para los pocos el cambio atmosférico era motivo para admirar las maravillas de la naturaleza, observadas desde las ventanas, explicada con información científica sobre el clima por el personal del crucero; confirmando la eficiencia y capacidad tecnológica del inmenso barco.
Para quien andaba en busca de otras respuestas a preguntas menos científicas o existenciales, las limitaciones que causaban las tormentas servían como una gran oportunidad para leer, archivar y repasar la correspondencia que Sor Bernarda continuaba enviando electrónicamente.
“Thomas Merton fue un monje que promovió en el intercambio de ideas entre el cristianismo, budismo y otras religiones. Muchas de esas ideas cuestionaban ciertos principios y doctrinas que eran considerados como intocables por la Iglesia. Murió en la India el 10 de diciembre de1968 en circunstancias sospechosas, y que electrocutado, cambiando una bombilla." (Sor Bernarda del Castillo, correos electrónicos inéditos)
Sor Bernarda trasladó la importancia de las muertes de Jabibonuco y Diego Sotomayor a otros planos, las convirtió en parte de una narrativa más abarcadora y las vinculó con otros relatos. Las trajo al presente y ayudó a entender los nuevos caminos que Javier, el otro Diego, Fe, Esperanza y Caridad estaban encontrando. Aunque lo que los personajes seguían buscando era esencialmente lo mismo, el segundo viaje del descubrimiento añadió otros propósitos, otros personajes, otras fuentes.
“Antonio Pigafetta, viajero italiano (Vicenza 1490-1534) que estuvo ligado a la Orden de Rodas, de la que era caballero. Llegó a España en 1519, junto al monseñor Francisco Chiericato, y se puso a disposición de Carlos V. Hizo una gran amistad con Magallanes, En los últimos años de su vida, viajó por tierras de Francia para regresar por fin a Italia en 1523. Escribió la relación de aquel viaje, que supuso la primera vuelta al mundo, en lengua italiana y con el título de Relazioni in torno al primo viaggio di circumnavigazione. Notizia del Mondo Nuovo con le figure dei paesi scoperti. Su vida y las violentas justificaciones evangelizadoras continúan hoy en algunas de las ordenes secretas de la iglesia.” (Sor Bernarda del Castillo, correos electrónicos inéditos)
Fuimos recibidos en el puerto por un hombre color cobrizo, ligeramente vestido con un taparrabos, unas sandalias de cuero y un arreglo de plumas sobre su cabeza. En la mano llevaba un tipo de antorcha cuyo humo usaba para rociar a la gente, Algunos se acercaban para que los cubriera con el humo. Otros se tapaban las narices, reían y se alejaban del anfitrión que recibía a los viajeros que se bajaban del crucero.
El guía-bohique-anfitrión de turistas no se reía; cantaba en una lengua desconocida por los viajeros, y parecía creer firmemente en su rito. Las limpias espirituales continúan más allá de los crucifijos de los inquisidores, la sanación de Javier en Roatán, el árbol de Altagracia en Santurce, el efecto de la flor de la campana en los cuerpos de Fe, Esperanza y Caridad, o el baile de agradecimiento de Jabibounco en el patio de su calabozo en Cádiz.
El barco iba a estar en el puerto de la ciudad por un periodo de diez horas, suficiente tiempo para estirar las piernas, después de haber estado encerrados por cuatro días en alta mar, conocer algo de la boca del inmenso rio que estaba cerca de la primera ciudad que visitábamos en camino a Montevideo.
“En una chacra cerca de Montevideo: una vara clavada en la tierra, humo de sahumerio saliendo de un jarrón de barro, botellas de vino, cerveza, agua, café, mate y alcohol, hojas, semillas de maíz, papas y cigarrillos, acomodados alrededor de la frazada que tapaba el pozo donde se iniciaría el ritual. Así, en aquel paisaje, uno por uno, los estudiantes universitarios y sus profesores se arrodillaron para ofrendarle las bebidas y comidas a la madre tierra, y luego se limpiaron con el agua del pozo.” (Daniel Mujica, “Leyendas, ritos y mestizaje de los pueblos originarios y sus efectos en el Uruguay contemporáneo.” Monografía Inédita, 1980)
8.2. La vergüenza
“No son negros completamente; más bien oliváceos; llevan al aire las partes vergonzosas, y carecen de vello en cualquiera. Y así hombres como mujeres, andan del todo desnudos.” (Antonio Pigafetta. Primer Viaje Alrededor del Globo)
Que no sentían vergüenza fue mi primera idea, reacción ante los nibelungos que viajaban conmigo en el tren de Cádiz a Sevilla. Sus ajustados pantalones marrones delineaban el tamaño, las formas de sus partes privadas; y sus pelos rubios, sucios, entrenzados y entrelazados con hojas los distinguía de los otros y algo rudimentarios pasajeros, vestidos con ropas comunes para la época de verano.
Saqué mi smart-phone, les pedí permiso - no quería que se molestaran y me avergonzaran, cuestionando públicamente mi atrevimiento -, si les podía tomar unas fotos.
Sonrieron, dijeron que sí, y posaron, como si fuesen payasos en un circo: muecas, abrazados, piernas abiertas, estiradas, unos sobre otros. Nos reímos y entablamos amistad.
El más obscuro, maquillado, de ellos se interesó mucho en mi investigación y lectura de las crónicas, ya que sus estudios en historia lo familiarizaron con los escritos de Ulrico Schmildel, un soldado alemán que acompañó a Cabeza de Vaca, durante la colonización de los territorios que hoy son conocidos como Argentina, Uruguay, Paraguay; y quien escribió sobre sus expereincias colonizadoras.
Sor Bernarda me había enviado por correo electrónico las copias de los archivos quemados junto a otras fichas y títulos de crónicas que servían para empatar las vidas de los colonizadores, sus contradicciones cristianas y deseos muy humanos. Una vez en Sevilla, transferí las crónicas a mi ordenador y se las mostré a Gunter, el joven actor que había conocido en el tren, y con quien luego me reuní en el hotel sevillano.
“Allí nos encontramos con un pueblo de indios llamados zechuruass que constaba como de unos 2.000 hombres, y que no tenían más de comer que pescado y carne. Estos al llegar nosotros, habían abandonado el pueblo huyendo con mujeres e hijos, de suerte que no pudimos dar con ellos. Esta nación de indios se anda en cueros vivos, mientras que sus mujeres se tapan las vergüenzas on un paño de algodón que les cubre desde el ombligo hasta la rodilla.” (Ulrich Schmidel. Viaje al Rio de la Plata, 1534-1554)
No más me vio, Günter me abrazó, trató de darme un beso en el lobby del hotel, y yo, mas avergonzado y recatado que él, controlé mis deseos, le dije o- Aquí no.
Cuando llegó al hotel ya no estaba disfrazado de nibelungo. Su ropa estrujada, sin peinar, su cigarrillo listo para caerse, en el borde de los labios le daban un porte de poeta tipo beat, neo-existencialista. El descarado atrevimiento no era desfachatez, era su estado normal. Lo que para mí se limitaba a un planteamiento teórico, para él era pura praxis. Había transcendido los valores del pequeño burgués que tanto detestaba.
Para servir de testigo tengo a las flechas de San Sebastián que apuntaban hacia nosotros. Por lo menos, eso fue lo que percibí cuando lo empujé y me encontré de frente con una mala copia del cuadro que decoraba el recibidor del muy antiguo hotel. Juro que fue en ese momento cuando las flechas de San Sebastián adquirieron su verdadero significado.
Después de aquel día, cada uno tenía planes distintos: él pensaba viajar hacia Alemania y yo iba en camino a pasar unos meses entre Barcelona y Génova antes de tomar el barco que me llevaría a Sur América, la mismas rutas de Colón, Magallanes, pero esta vez en un crucero.
Ni él, después de llevar unos cuantos meses deambulando por España, regresó inmediatamente a Alemania – regresó mucho después, ni yo me fui a Barcelona en aquel momento.
Nos mudamos a un hotel que le debía estrellas a cualquier guía de turistas, con puertas que no llegaban al piso; por donde entraban y salían ruidos, aullidos y gemidos que acompañaban a las servidoras sexuales que por allí venían con sus clientes, y a nuestra lujuria; nuestra insaciable lujuria.
8.3. La Lujuria
“Mas después de esto, mientras nuestro general, tum Pietro Manthossa se hallaba a unas 8 ó 9 millas distante de nosotros, resultó que habíamos tenido a bordo de nuestro navío a ton Jerg Manthossa primo del señor tonn Pietro Manthossa: este se había enamorado de la hija de un vecino en Palman y como estábamos por salir al día siguiente, el dicho thonn Jerg Manthossa bajó a tierra esa misma noche, a las 12, con 12 compañeros de los buenos, y sin ser sentidos se robaron de la isla Palman a la dicha hija de aquel vecino, con la doncella, ropa, alhajas y algún dinero, volviendo en seguida al navío muy ocultamente para no ser sentidos ni por nuestro capitán, Heinrich Paimen, ni por otra persona alguna de los del navío; sólo la guardia se apercibió de ello, por ser la media noche.” (Ulrich Schmidel. Viaje al Rio de la Plata, 1534-1554)El pene, rojo de tanta fricción, con la erección en espera de completar su misión, apuntaba el camino. No le hice caso, lo guardé y me llegué hasta la mesa, el mantel, a terminar de sacar las manchas dejadas por el vino tinto, muy buen año. Cada cama es una escuela; cada amante, un maestro.
Me quité los manchados calzoncillos. Busqué ropa limpia. Me cambié. El pene seguía medio erecto. Se me salió por los lados de los malgastados jockeys. Lo acomodé con mucho cuidado. Me puse unos pantalones largos. Un vaso de agua. Me cambié de camisa. Debí peinarme con cepillo, me dije. Me quité la camisa. Me peiné de nuevo. Encendí unos de los ilegales. Puse música de jazz latino; acompaña muy bien la reflexión sobre lo aprendido en la cama. Hacer de activo requiere firmeza y dirección clara. Deseaba música lenta y de amor, me dije a mí mismo. Siempre, Gato Barbieri.
Aquel agosto caluroso, humedad y aire acondicionado, la ciudad llena de turistas, el apartamento, acabado de limpiar, impecable, sabe a romance en plenilunio. El timbre del teléfono. No podía ser el alemán que conocí en el tren ni el uruguayo que había conocido en Génova. Era mi mejor amigo. Estaba de vuelta en Nueva York.
- Hola, ¿qué haces?
- Soñando bajo los efectos de un pitillo.
- ¿En qué o quién?
- En ellos. ¿Qué quieres que haga?
- ¿En cuáles?
- En muertos y vivos. En estos momentos, en Gunter y Daniel. El de anoche fue una lección para aprender a acostumbrarme
- ¿No te da vergüenza andar con uno y soñar con otros? Bueno, si no tienes más nada que hacer.
- Todos los affaires me dejan mal y bien a la vez. Sevilla tuvo que ser, con su lunita plateada. Se quedarán grabados, y Manhattan no los rellena.
- C’est la vie
- Muchos años más tarde sigo "a la recherche du tricks perdu".
- Sigues con el monotema. Bloomingdales está ofreciendo una venta especial de zapatos. ¿Vamos?
- Sí, vamos.
“Estaba también otro capitán presente que tenía su navío a la par del nuestro, con rumbo a New-Hispanien , o sea, Mechssekhen: este se hallaba en tierra con 150 hombres, y cuando supo de nuestro combate, trató de hacer las paces entre nosotros y los de la ciudad, bajo la condición de entregarles las personas de ton Jerg Manthossa, la hija del vecino y su sirvienta. No tardaron en presentarse el Stathalter y el Richter en nuestro navío, pretendiendo llevarse presos a thon Jerg Manthossa y a sus cómplices. Al punto les contestó él que era ella su legítima mujer, y a ella no se le ocurrió decir otra cosa, casándose en seguida, con gran disgusto del afligido padre; y nuestro navío quedó muy estropeado de resultas de los balazos.” (Ulrich Schmidel. Viaje al Rio de la Plata, 1534-1554)
El hombre cuarentón, fornido, me miró directamente, sonrió libidinosamente y siguió estudiando la pieza en el museo que visité después de pasar por la casa de Colón en Génova. Lo miré, sonreí y seguí caminando por otras galerías. No recuerdo su cara. Recuerdo el pasarnos, mirarnos, desearnos, y no hacer nada más. Recuerdo su pasión por la obra que el allí observaba. No recuerdo la pieza. El estudiaba con detenimiento las obras. Yo las paseaba.
Siempre me han atraído la gente de mi edad o un poco más viejos, y en Génova pude haber parado, conocido al cuarentón, hablar con alguien; decidí que prefería la imagen, la memoria, el deseo sin las complicaciones de lo concreto. Escribí unas notas sobre ese momento y seguí caminando por el puerto, tomé un café, esperé la tarde; las que siempre me angustiaban antes de mi viaje al pueblo donde nació Colón.
Nos dice Lacan que el deseo erótico en los humanos está tan ligado a las fantasías, que al fin de cuentas es un acto narcisista, es a nuestro ego enamorado al que amamos. Si para los animales la copulación es el foco de la sexualidad; para nosotros es la fantasía la que nos guía el acto sexual. De encontrar fallas en nuestra pareja, perdemos el deseo.
Las tardes del pueblo caluroso, caribeño, rodeado de cañaverales, despertaban una especie de melancolía que no comprendía; aprendí a vivir con ella, disfrutarla. El pueblo se acostaba y no había salida ni espacio para satisfacer los deseos de un adolescente que curioseaba otros nortes, otros cuerpos. Pensaba que al dejar el pueblo, el saudade, aquel estado de ánimo que me arropaba una vez la luz tenue, algo amarillenta, barruntaba la llegada de la noche, iba a ser amortiguado. Llegaban las tardes, llegaba la melancolía, llegaba el deseo. En Génova ocurrió el milagro.
El cuarentón del museo sirvió de catarsis. En el café, aquella tarde de verano, después de visitar a Colón, la melancolía no hizo su aparición. Tampoco surgió el deseo de poseer al otro. Quizás la melancolía vivida en aquel pueblo era causada por la falta de una experiencia concreta que hubiese permitido canalizar mis deseos de ser europeo y encontrar mi descubridor, y al no poder satisfacer lo que estimulaba el deseo, la melancolía se apoderaba de mi estado de ánimo. Quizás, a saber.
Lacan, un vez más: nuestros deseos se fundamentan en una ausencia, ya que la fantasía no responde a nada real. Colón se concretizó en una pequeña y humilde casita de Génova, perdió su magia; y al descartar al cuarentón del museo, controlé mis fantasías. La melancolía sin substancia no podía volver a arroparme.
“Cuenta la leyenda guaraní que un día cuando Pitá estaba cortando frutos de tacú apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas. Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego. Sirve dicha leyenda para comprender la función de otro fuego y su continua aparición entre los descendientes de los pueblos originarios y los de los colonizadores. Es el mismo fuego que nos lleva al deseo de juntarnos unos con los otros.” (Daniel Mujica, “Leyendas, ritos y mestizaje de los pueblos originarios y sus efectos en el Uruguay contemporáneo.” Monografía Inédita, 1980)
Algunas de las tardes en Frankfurt parecían tomas de escenas de la películas “Hiroshima mon amour”, con las conversaciones sobre dos pueblos distintos, dos visiones del mundo, y no un retrato de la vida de una pareja de amigos y amantes. Todavía para aquella época la palabra que se usaba para referirse a las parejas de hombres gays era amigos; son amigos, decían los que hablaban de ellos, nosotros.
Günter vivía en un complejo de viviendas, construidas y manejadas por el gobierno, habitadas por proletarios, en su mayoría, inmigrantes turcos y sus hijos. Yo vivía en lo que el aquel entonces era todavía el barrio más bohemio y liberal de la ciudad de Nueva York, Greenwich Village. Él era escritor y trabajaba a tiempo parcial para la radio alemana. Yo era maestro.
- Ahmed, Ahmed - gritaba una madre, continuamente, desde la ventana en algún apartamento contiguo, llamando a algún chiquillo que parecía que nunca estaba en casa. Por dónde estará Ahmed a estas horas de la cena, decíamos cargados de sarcasmo, nos reíamos, hacíamos el amor, fumábamos un ilegal, y seguíamos con nuestras extensas conversaciones.
- No puedes ser tan categórico. ¿Qué sabes tú de ellos? ¿Qué sabes tú de la guerra? No estuviste allí.
Los deseos sexuales eran tan poderosos como los debates. El restregar ideas como parte integral del deseo de conquistar al otro es una experiencia inigualable: eros y cerebro juntos. Nada que ver con los poemitas románticos de damiselas y tenorios decimonónicos. El deseo guía la palabra bien pensada, busca al que quiere ser conquistado. Retos verbales, disimuladas alegorías eróticas, nuevos retos verbales, ideas de peso, una guiñada, forman un rompecabezas sexual donde cada jugador coloca las piezas sin saber cómo lucirá en su totalidad. No importa, el placer se ha ido consumiendo.
- - ¿Has pasado hambre? ¿Sabes lo que es ver a tus vecinos comer sus bizcochitos con chocolate y tú solo haber comido un poco de arroz blanco con un huevo frito encima? ¡Qué importa quién ha colonizado a quién! ¿Tú, colonizado?
Una sonrisa, el brillo intenso de los ojos, la movida del cuello hacia el lado son claves concluyentes que sirven para asegurarte que estás en camino a lograr el propósito, que te puedes mover de la silla al sofá, sentarte a su lado.
- Qué importa lo que digan los libros. Los colonizados son todos los que le sirven al estado, el que sea, sin cuestionarlo.
Los labios, los ojos, las cejas, las manos, el cuerpo revelan la intensidad de la sensación, el placer de saber que ese cuerpo será tuyo.
- ¿Por qué no le preguntaste sobre los campos de concentración que estaban cerca de tu casa? ¿Cómo no iban a saber en un pueblo de mil habitantes?
Dos cuerpos con muy altas temperaturas, dos hombres de treinta y pico de años, sobre-testorenados, emiten tanta energía como una micro explosión atómica; un sofá es demasiado pequeño para contenerla. La energía devora, mueve fuerzas, transforma la razón, la desplaza.
- Cuando no hay comida, no se puede teorizar. Tienes que comer primero. ¿Has luchado alguna vez contra el poder de una masa?
Una mano agarrando la cintura mientras la otra señala hacia la cama, la habitación, dirige los tremores, pequeños temblores corporales, hacia un espacio más intimo, más cómodo. El deseo requiere menos accidentes. Un sofá limita, demasiado pequeño para la magnitud de la explosión que generan dos hombres.
- ¿Por qué esperaste tanto para ir a los campos de concentración?
Sobre los cuerpos desnudos de los dos hombres, las sábanas forman olas; inmensas, algunas; lentas y suaves, otras. La punta de la lengua trazando un cuerpo, erizando la piel, revienta el vaivén de las sábanas para revelar un par de piernas, dos pares de piernas, nuevas olas; ya no son sábanas, son cuerpos de hombres. Caricias. Un gemido, otro, estimulados por el aceite que súbitamente enfría la piel, tranquiliza las olas; acompañan la tenue y amarillenta luz solar que entra por la ventana.
- Ahmed, Ahmed - grita la madre musulmana, cubierta de negro, mientras los dos hombres hablan, beben cervezas, fuman y se compenetran.
“Una hermosa doncella española, Mburukuyá, y un joven guaraní. Tabaré, estaban enamorados. Mburukuyá no era su nombre, sino el apodo que le había dado Tabaré. Se amaban en secreto, a escondidas, ya que su padre jamás habría aprobado tal relación. Su padre ya había decidido que ella se casara con un capitán a quién creía digno de obtener la mano de su única hija.
Mburukujá fue confinada en su casa y tenia que contentarse con ver a su amado desde la ventana de su habitación. Tabaré no se resignó a perder a su amada, y todas las noches se acercaba a la casa intentando verla y para dejarle saber a su amada que estaba en los alrededores, tocaba una melancólica melodía en su flauta.
Mburukujá no podía verlo, pero esos sonidos llegaban hasta sus oídos y la llenaban de alegría, ya que confirmaban que el amor entre ambos seguía tan vivo como siempre, hasta que una mañana ya no fue arrullada por los agudos sones de la flauta. En vano esperó noche tras noche la vuelta de su amado.
Por días permaneció sentada frente a su ventana, soñando con ver aparecer algún día a su amante. Luego de varios días se acercó una la anciana madre de su enamorado, quien le contó que el joven había sido asesinado por el padre después de descubrir el oculto romance de su hija.
Mburukujá decidió escapar, y siguió a la anciana madre hasta el lugar donde reposaba el cuerpo de su amado. Enloquecida por el dolor cavó una fosa con sus propias manos, y luego de depositar en ella el cuerpo de su amado, tomó una de las flechas de su amado, y la clavó en medio de su pecho. Mburukujá se desplomó junto al cuerpo de aquel que en vida había amado.
La anciana observó sorprendida como las plumas adheridas a la flecha comenzaban a transformarse en una extraña flor que brotaba del corazón de Mburukujá. No pasó mucho tiempo antes de que los vecinos que recorrían la zona comenzaran a hablar de una extraña planta que nunca antes habían visto, y cuyas flores se cierran por la noche y se abren con los primeros rayos del sol.” (Daniel Mujica, “Leyendas, ritos y mestizaje de los pueblos originarios y sus efectos en el Uruguay contemporáneo.” Monografía Inédita, 1980)
8.4. La Codicia
“Estos carendies traían a nuestro real y compartían con nosotros sus miserias de pescado y de carne por 14 días sin faltar más que uno en que no vinieron. Entonces nuestro general thonn Pietro Manthossa despachó un alcalde llamado Johann Pabón, y él y 2 de a caballo se arrimaron a los tales carendies, que se hallaban a 4 millas de nuestro real. Y cuando llegaron adonde estaban los indios, acontecioles que salieron los 3 bien escarmentados, teniéndose que volver en seguida a nuestro real. Pietro Manthossa, nuestro capitán, luego que supo del hecho por boca del alcalde (quien con este objeto había armado cierto alboroto en nuestro real), envió a Diego Manthossa, su propio hermano, con 300 lanskenetes y 30 de a caballo bien pertrechados: yo iba con ellos, y las órdenes eran bien apretadas de tomar presos o matar a todos estos indios carendies y de apoderarnos de su pueblo..…allí nos detuvimos 3 días y recién nos volvimos al real, dejando unos 100 de los nuestros en el pueblo para que pescasen con las redes de los indios y con ello abasteciesen a nuestra gente; porque eran aquellas aguas muy abundantes de pescado. (Ulrich Schmidel. Viaje al Rio de la Plata, 1534-1554)
Hijo de la guerra (su padre fue soldado en la misma), al igual que otros alemanes de su generación, le tocó enfrentarse a los demonios que le dieron pie al genocidio, racismo, nacionalismo que fomentaron la invasión de otros países y el exterminio de judíos, gitanos, homosexuales. Una generación representada por algunos cuyas voces no negaban lo que ocurrió y que usaron esa funesta gesta para plantearse quiénes eran, cómo, y a criticar sin miramientos todo tipo de postura ideológica y exigir una sociedad más justa y equitativa.
En sus casas y reuniones, con el mismo peso que se discutían la historia occidental, sus ideas y escalas de valores subyacentes, las décadas pos-modernistas, la contra cultura, las ideas de Adorno, Marx, Gramsci y otros tantos que superan cualquier prontuario de un curso sobre las civilizaciones, la codicia también era discutida.
Conocer a Günter me llevó a conocerlos y aprender de ellos. Más de una vez, mi cómoda vida de pequeño-burgués-socialista de salón fue transformada por esa experiencia y por esos jóvenes.
No más llegar por primera vez a Alemania, fuimos a visitar una comuna de hombres gay que vivían en una finca, en una aldea a dos horas al norte de Frankfurt. Allí verdaderamente aprendí lo que era compartir. Nadie era dueño de nada y quien primero agarrara el suéter, cepillo de dientes, cama se apoderaba del mismo, lo usaba, lo soltaba, y así seguían sus usos y deslindes.
La comida era de todos y para todos; incluyendo a las visitas que continuamente entraban y salían de la antigua casa. Por las puertas también entraban algunos animales de la finca: cabros, ovejas, gatos y perros. Los platos sucios eran dejados en el fregadero, pasaban los días y los platos se acumulaban hasta que a alguien sin protestar los fregaba.
Visité otras comunas (casi todos vivían en grupos) y unas más anárquicas que otras pero todas dentro de un marco de libertad y respeto mutuo. Claro, no negaban decir la verdad como la sentían, y en esos grupos, esas verdades eran analizadas hasta más no poder.
Si la generación de Günter en Alemania se vio obligada a enfrentar los demonios del nazismo, la nuestra en Nueva York tuvo que mirar de frente a la epidemia del siglo: el Sida. Y aquellas experiencias en Alemania me servían para entender y mirar de frente lo que acá estaba forjándose.
Marchar, asistir a reuniones de grupos de apoyo, visitar amigos en los hospitales, ayudar a otros a cuidar a sus amantes se convirtieron en tareas muy comunes entre muchos de nosotros. Darle cara a los homofóbicos en el trabajo, en círculos de amigos de ideologías progresistas, de la cintura para arriba; y a unos cuantos tuve que tolerar, oír y contrarrestar sus prejuicios.
De Alemania a Nueva York y de Nueva York a Alemania el pos-modernismo vino acompañado de unos esquemas que han servido de base para seguir apreciando la vida y frente al SIDA, por el post mortem.
“Así aconteció que llegaron a tal punto la necesidad y la miseria que por razón de la hambruna ya no quedaban ni ratas, ni ratones, ni culebras, ni sabandija alguna que nos remediase en nuestra gran necesidad e inaudita miseria; llegamos hasta comernos los zapatos y cueros todos.
Y aconteció que tres españoles se robaron un rocín y se lo comieron sin ser sentidos; mas cuando se llegó a saber los mandaron prender e hicieron declarar con tormento; y luego que confesaron el delito los condenaron a muerte en horca, y los ajusticiaron a los tres. Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne y cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre. También un español se comió al hermano que había muerto en la ciudad de Bonas Ayers.
La mitad de la gente se nos murió en este viaje de esta hambre sin nombre, y la otra mitad hubo que hacerla volver al susodicho pueblo, do se hallaba nuestro Capitán General. Thonn Pietro Manthossa quiso tomar razón a Jergen Lichtensteinen287, nuestro capitán en este viaje, porque tan pocos habíamos vuelto siendo que la ausencia sólo había durado 2 meses288; a lo que le contestó éste que de hambre habían muerto, porque los indios habían quemado la comida que tenían y habían huido, como ya se dijo antes en pocas palabras. (Ulrich Schmidel. Viaje al Rio de la Plata, 1534-1554)
8.5. La Envidia
“Al Ilustrísimo y Excelentísimo Señor Filippo Villers Lisleadam Ínclito gran maestre de Rodas y su observantísimo señor… relación de tales cosas: así pudiesen proporcionarme a mí mismo satisfacción y me alumbraran también renombre en la posteridad.” (Antonio Pigafetta. Primer Viaje Alrededor del Globo)
- ¿Y qué lo trajo por aquí?”, me preguntó la señora encargada de de la pequeñita casa-museo donde alegan nació o vivió el genovés que comenzó la europeización de las Américas.
- Ando buscando a Colón - le contesté. Sonrió, me dio, no recuerdo, qué información. Puede que la usara luego para mi planeado libro sobre los colonizadores, su moral, sus creencias. sus contradicciones. Ni la revise, ni pedi mas información. Caminé un poco por la pequeña casa, salí y seguí paseando por Génova sin rumbo, sin deseos de trabajar.
La envidia, el cinismo, y otros males aquejan/caracterizan a los colonizados/ neo-colonizados/oprimidos/proto-colonizados: los homosexuales que se odian por serlo, los negros que se tiñen el pelo de rubio, los mulatos que juran ser descendientes de europeos.
Cuentan las leyendas que Esopo, el más conocido de todos los cínicos, era un esclavo egipcio que creaba, de haberlas creado, las fábulas porque si hablaba literalmente de los faraones podía ser ejecutado. ¿A cuántos no siguen/ seguimos ejecutando o tratando de ejecutar los modernos faraones? Deseamos, envidiamos lo que tiene el otro.
“Disponen de infinidad de papagayos, y cambian ocho o diez por un espejo; y gatos maimones pequeños, semejantes a los cachorros de león, pero amarillos: una preciosidad. Amasan un pan redondo, blanco, de médula de árbol, de sólo regular sabor; se halla dicha médula bajo la corteza, y parece requesón. Tienen cerdos con la particularidad del ombligo en la espalda, y grandes pájaros con el pico como un cuchara.” (Antonio Pigafetta. Primer Viaje Alrededor del Globo)
Todos los doce de octubre cantábamos - “En un pueblito de Italia nació Cristóbal Colón/ y la gente se burlaba/ al palacio del rey…” - los estudiantes en la elegante escuela elemental al final de la cuesta en la Calle Nueva, en aquel pueblo caluroso, seco, de frente al quieto Mar Caribe; nos españolizaban. Ellos tan gloriosos, nosotros tan subordinados.
Todos los doce de octubre teatralizábamos la “gesta descubridora” y nos alegrábamos de haber sido parte de la colonización de las Américas.
En un pueblo donde la mayoría de la población era de ascendencia africana, nunca aprendíamos canciones ni leyendas sobre las gestas de los esclavos. De los pataquíes, relatos yorubas, se hablaba en las casas, en secreto. Mirábamos hacia España y Europa, y un poco hacia los EEUU; pero era España nuestro norte.
Génova era parte de la memoria colectiva de mi generación en el Puerto Rico de los cincuenta. Hasta esa generación, si tenías recursos, era a Europa donde los jóvenes económicamente pudientes de la isla de los encantos iban a estudiar. Con el tiempo, al ser tomada por curas y monjas estadounidenses, la colonización y control de la educación privada cambio el “status symbol”: las generaciones que nos siguieron deseaban poder asistir a las universidades norteamericanas. Ya no se habla de Génova, ni cantan “en un pueblito de Italia; todavía no leen sobre los pataquíes. Siguen envidiando al otro.
En la entrada al cementerio del ya mencionado pueblo caribeño se encontraban los muy elegantes panteones de las familias fundadoras del pueblo. Aquellos blancos panteones servían para reafirmar quienes eran los que definían la historia y la colonización. Hoy, de vuelta al pueblo, uno de los panteones fue comprado por unos nuevos ricos chinos y transformaron el panteón en una petite pagoda color rojo subido.
“Después navegamos de esta isla a otra que se llama Río Genna a 500 millas de la anterior, dependencia del rey de Portugal: esta es la isla de Río Genna en Inndia y los indios se llaman thopiss. Allí nos quedamos unos 14 días. Fue aquí que thonn Pietro Manthossa, nuestro capitán general, dispuso que Hanss Ossorio, como que era su hermano adoptivo, nos mandase en calidad de su lugarteniente; porque él seguía siempre sin acción, tullido y enfermo. Así las cosas él, Hans Ossorio, no tardó en ser malquistado y calumniado ante thonn Pietro Manthossa, su hermano jurado, y la acusación era que trataba de sublevarle la gente a thonn Pietro Manthossa, el capitán general. Con este pretexto él, thonn Pietro Manthossa, ordenó a otros 4 capitanes llamados Joan Eyolas, Hanns Salesser, Jerg Luchllem y Lazarus Sallvaischo que matasen al dicho Hanns Assario a puñaladas, o como mejor pudiesen, y que lo tirasen al medio de la plaza por traidor. Más aún, hizo publicar por bando que nadie osase compadecerse de Assirio so pena de correr la misma suerte, fuere quien fuere. Se le hizo injusticia, como lo sabe Dios el Todopoderoso, y que Él lo favorezca; porque fue aquel un hombre piadoso y recto, buen soldado, que sabía mantener el orden y disciplina entre la gente de pelea.” (Ulrich Schmidel. Viaje al Rio de la Plata, 1534-1554)La melancolía puede ser activada por el deseo reprimido, la ira, quizás por el tedio, o por la envidia de no haber sido el otro, el vecino con mas juguetes, el más blanco, el más guapo, el que tiene más comida, el que se iba a Europa, el descendiente directos de los colonizadores. En Génova se dio el milagro. El deseo de poseer al otro desapareció.
8.6. Reencarnación
“I-Yará pasó por una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado y al ver despoblado un lugar tan hermoso, decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Tupá amasando la tierra y le dio forma humana, creó dos hombres destinados a poblar la región. Uno era blanco y lo llamó Morotí, y al otro de color rojizo, Pitá. Los hermanos se enemistaron, la codicia se apoderó de ellos, hicieron la guerra y Tupá, lleno de cólera, envió a I-Yará para que lograra la paz y el amor guiaran sus vidas. Los dos hermanos se arrepintieron, se abrazaron, y mientras se abrazaban iban perdiendo sus formas humanas hasta transformarse en una planta que dio hermosas azucenas moradas. Con el tiempo, las flores también se transformaron, de moradas a blancas. Pitá y Morotí se convirtieron en flores.” (Daniel Mujica, “Leyendas, ritos y mestizaje de los pueblos originarios y sus efectos en el Uruguay contemporáneo.” Monografía Inédita, 1980)
El navegar por la red durante el viaje en barco entre España y Sur América sirvió para reencontrarme con el cuarentón que había visto en Génova. Aparece por segunda vez en dicho viaje, en una monografía que colgó en la pared de su página socio-cibernética. No supe que era él hasta más tarde cuando lo conozco en persona, y entablamos una gran amistad. Concordábamos en cuanto a asuntos espirituales, las relaciones personales y el estudio de pueblos originarios; en lo demás, distinto a Gunter, en pocas cosas estábamos de acuerdo. El deseo nunca es suficiente para entrelazar los cuerpos.
Gunter y yo teníamos gustos muy afines en la política, literatura, justicia social, en el deseo el uno por el otro. Lo que no concordaba era nuestra capacidad para ser amados con armonía. Una relación intensa llena de luchas irresolutas. Luchas que no eran producto de las ideas sobre el arte, la política, las relaciones humanas fuera de la nuestra; eran producto de nuestra incapacidad de amar sin condiciones. Gunter era un ser muy libre. Yo, un controlador sin límites.
Nos tocó vivir la peor década del Sida, y ser testigos de lo que estaban padeciendo algunos de nuestros mejores amigos, morir lenta y cruelmente: la medicina no sabía qué hacer, ni sabe todavía, pero hoy está mejor preparada.
Fuimos testigos del lento deterioro y sufrimiento que Frank, Joachim, Paul, Gary, Guillermo, Michael, Albert, José (por nombrar los más cercanos) enfrentaron durante ese terrible periodo. Cuando Bárbara, otra de los nibelungos, para decirme que Günter también había muerto, el vacío y dolor que sentí todavía no se apagó; se transformo en una nueva búsqueda; reencarnó en una nueva compresión de la sexualidad y sus vínculos con los espíritus.
Si se quiere a alguien de veras no se olvida el dolor, se aminora y se armoniza, pero el espacio que llenaba esa persona no puede ser rellenado. Quedan las alegrías y las penas, y el agradecimiento de haberle conocido. El dolor de no poder envejecer juntos reaparece y enfurece; se encamina en nuevos proyectos, nuevas introspecciones. Se transforma.
Hablábamos extensamente, largas horas, confrontando nuestras ideas, debatiendo, rechazando, aceptando la razón del otro, defendiendo la personal. Él, al igual que muchos de sus amigos y conocidos, no iba a olvidar lo particular de su generación: hijos de la guerra, con padres que fueron soldados, militantes en el partido de los nazis. No podía dejar de defender su compromiso con la transformación social.
Nuestras tardes fueron clasificadas como sesiones de concienciación político-sexual por uno de los auto-nominados gurús en una de las muchas, “gay friendly”, comunas “heteros” que existían en el Frankfurt de los setentas y ochentas. En aquellas extensas y muy dinámicas casas la vida gay había tomado otro giro, seguía el modelo impuesto por los movimientos de liberación sexual. Ya no eran vidas clandestinas, ni se tenían que jugar papeles copiados de las reprimidas vidas de los pequeños burgueses o las nuevas masas de clases medias.
Terminó la relación porque no tenía más camino. Se había completado un ciclo. El muere cuatro años mas tarde. No regresé a Frankfurt hasta después de su muerte. Las comunas desparecieron para ser reemplazadas por yuppies y condominios. Los nibelungos solo existen en las operas y cuentos mitológicos. Frankfurt es otro Manhattan.
Montevideo todavía no lo es. El camino a Uruguay estaba todavía minado por lo que dejaron los colonizadores, los correos sobre la evangelización que me enviaba Sor Bernarda así lo comprueban, detonados por los trabajos que explican el mestizaje cultural y religioso que surge de ese proceso colonizador que se transforma en uno de revelación.
“La imposición colonizadora, como bien le llama Rama, produce unas alianzas y luchas que destruyen, y sobre esa destrucción construimos un nuevo país.
‘Cuartel General
Arroyo Grande Febrero 20 de 1831
Deseoso el Presidente General en Jefe de dar cumplimiento a los últimos acuerdos del Excelentísimo Gobierno que por conducto del Secretario del Ejército le han sido transmitidos recientemente, y también, de activar en cuanto sea posible, las disposiciones anunciadas ya, para llevar al cabo las operaciones de la nueva Campaña sobre los Salvajes, que tanto promete a los más caros intereses de la nación; es que juzga de su deber instruir al Excelentísimo Gobierno de su marcha en el día de mañana a situarse en el Cantón del Durazno, para consagrar sus primeras atenciones a aquellos importantes objetos. Entretanto, tiene el honor de saludar al Excelentísimo Gobierno, con los sentimientos de su más alta consideración y distinguido aprecio. Fructuoso Rivera’
Los salvajes a los que se refería Fructuoso Rivera no era solamente los pueblos originarios, incluía a otros grupos: los mestizos y los gauchos.” (Daniel Mujica, “Leyendas, ritos y mestizaje de los pueblos originarios y sus efectos en el Uruguay contemporáneo.” Monografía Inédita, 1980)
Si Gunter tenía muy claro la historia de su pueblo, sus horrores y engaños, el papel de las instituciones en manipular los hechos, censurarlos, Daniel todavía anda buscando entender quién es, encontrar coherencia narrativa en los fragmentos, los documentos que la memorizan, y la desvirtúan; en la religión transformada por el sincretismo; en el mestizaje cultural que resulta,
- No me gusta el mate, ni ningún tipo de té.
- El mate no es un té. Es nuestra historia común.
- Si entiendes esa relación entre lo material y la historia, ¿por qué te parece tan extraño que me guste comer plátanos fritos como acompañante de las carnes?
La sonrisa fue su respuesta. Estaba tratando de entender su vida en virtud de las vidas de otros más cercanos a él, y no estaba listo para asimilar las otra, las que le faltaban conocer. Abandonar su cómoda vida de hombre gay, burgués uruguayo y empezar de nuevo no lo había llevado todavía a trascender lo inmediato. El Caribe estaba muy lejos. Jabibonuco no era Tabaré, ni Yara era Tupá, ni mucho menos Fructuoso Rivera era Madame K’lalud.
Las leyendas guaraníes le servían para rellenar las lagunas que la historia oficial había dejado en blanco, fragmentado su sentido de pertenencia en un país tan joven. Su estricta educación y formación católica no incluía las historias de los otros pueblos y sus creencias que de alguna forma seguían influyendo sobre su vida. Empatar todo aquello no dejaba espacio para conocer lo que parecía tan lejos.
“La Leyenda del Chajá sirve para comprender las ideas religiosas de los pueblos originarios en las Américas que creían firmemente en la reencarnación, fundamento para otra de sus creencias, la transformación espiritual.
Aguará, el Cacique de una tribu guaraní, envió a su hija Taca, quien manejaba el arco con toda maestría, y a Ará-Naró, un valiente guerrero quien era su novio. a cazar un jaguar que merodeaba continuamente y atacaba a los pobladores; muchas fueron las víctimas del sanguinario animal.
Ará-Ñaró y Taca partieron una noche de luna lena. Los deseos de matar eljaguar les daba fuerza. Cuando llegaron al bosque, Ará-Ñaró aconsejó prudencìa a su compañera, pero ella, en el deseo de terminar de una vez por todas con el carnívoro, adelantándose, lo animaba y le decía - “yahá!”…, “yahá!”… (vamos, vamos)
La fiera los esperaba en el bosque. En aquella lucha ninguno de los tres salió triunfante. Taca, Ará-Ñaró y el jaguar pagaron con sus vidas.
Pasaron los días. Cuando en el poblado se convencieron de que los jóvenes guerreros habían muerto, el viejo Cacique, por causa de la tristeza se fue consumiendo lentamente, hasta que Tupá, lleno de compasión, le quitó la vida.
Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y valiente, y de quien su pueblo recibiera tantos beneficios. Prepararon una gran urna de barro, y después de colocar en ella el cuerpo del Cacique, pusieron sus prendas y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida.
En el momento de enterrarlo, en el lugar que le había servido de vivienda, una pareja de aves, hasta entonces desconocidas, hizo su aparición gritando: -- “yahá!”…, “yahá!”. Eran Taca y Ará-Naró, que convertidos en aves por Tupá, volvían al poblado de sus hermanos.” (Daniel Mujica, “Leyendas, ritos y mestizaje de los pueblos originarios y sus efectos en el Uruguay contemporáneo.” Monografía Inédita, 1980)
- ¿Cómo estuvo el viaje?
- Bien, aburrido. Viajar en un avión es como estar dentro de una lata. No compara con un viaje en barco. Me tengo que acostumbrar a mi nueva vida en Nueva York.
- Estuviste mucho tiempo fuera, en un campo, si comparas a Montevideo con la City.
- No es eso solamente. Tengo que juntar todo, leer de nuevo, escribir desde otra perspectiva, comenzar una nueva vida, darle coherencia al material que recogí, lecturas, entrevistas y enfrentar los demonios que, no dudo, esa nueva lectura me va a desentrañar, despertar. Esperaré unas semanas, quizás me sirvan para limpiarme por dentro, y entonces vuelvo sobre lo que voy a escribir. No estoy listo para el nuevo paso. Todavía, me hacen falta/
- ¿Quién te hace falta? ¿Gunter, Daniel, los estudiantes, los santeros, bohiques, guaraníes?
- Todos.
Wednesday, June 17, 2015
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