Que bajáramos de dos en dos nos dijo el anfitrión, al grupo de por lo menos diez hombres gais que nos encontrábamos en una soirée en su apartamento en el San Juan de los años ochenta. La razones para dicha directriz estaban fundamentadas en el miedo a que nos leyesen (leerte en la jerga de la sub-cultura de los gais criados antes de la luchas por los derechos civiles significada que los demás se daban cuenta de que uno era homosexual) en el ascensor o en el recibidor del edificio. El grupo estaba compuesto por hombres de la generación pre-Stonewall, y con la excepción de uno que otro, la mayoría seguía viviendo como si el Stonewall no hubiese ocurrido. El miedo seguía guiando sus actos. Así lo hicimos, bajamos de dos en dos y evitábamos hablar en el ascensor.
El grado y discusión pública que se estaba llevando a cabo en algunas ciudades de los EEUU y en Europa estaba en ciernes en el Puerto Rico de los ochenta; y la generación madurada antes de los sesenta vivía con los temores y criterios de aquellas épocas. Organizaciones que iban desde las más radicales (Act-up) hasta las religiosas (Dignity), revistas (la excelente Body Politique), departamentos y cursos académicos planteaban que la homosexualidad no es el infierno o un estado estático (se transforma en el grupo, la cultura y en cada uno de nosotros), que los homosexuales no escogen serlo y son ciudadanos responsables que aportan al bienestar de sus comunidades, etc. etc. etc. El clandestinaje de aquel grupo, en la fiesta antes mencionada, era contrario a la discusión seria de la homosexualidad y al respeto hacia los hombres y mujeres gais. Atentaba contra la dignidad de cualquier ser.
“Que nadie se entere, es muy partido, enfermo sexual" pasaron de ser valores, expectativas, tipos y estereotipos de homosexuales estancados en la protección de sus cuerpos, reflejos del miedo a los controles que ejercían los heterosexuales, a temas que sirven para profundizar sobre cómo y por qué somos quiénes somos. Fijaciones, calabozos mentales y culturales fueron subvertidos para convertirse en caminos a explorar, a enriquecer el conocer la condición humana y todas sus manifestaciones.
En otra cena, tres décadas más tarde, una madre puertorriqueña me contó que cuando su hijo le confesó su homosexualidad, lo único que le preocupó fue que se fueran a burlar de él. Allí frente al joven hijo, estudiante universitario, la pareja del hijo, y otros amigos mayorcitos, mi generación, se discutía el tema con una libertad y respeto que hubiese sido imposible oír hace treinta años.
“Cómo me veo”: me preguntó un querido amigo sesentón recientemente. “Exacta”: le respondí, en femenino, con el humor y transgresión que caracteriza esa brillante e ingeniosa sub cultura. Ni miedo ni vergüenza acompañaron la respuesta; una aceptación del ser distinto sin ser nocivo. Mi amigo sonrió; sabia que a esa edad no se es tan exacta como cuando se tenía veinte años. Nos reímos porque caminábamos la vereda de la libertad, y es esa la que nos permite estar “exactas”. Lo gay no es absolutamente un estado sexual, es también un estado de ánimo, un derivado y variación de las otras culturas. Espejo de la otredad dirían los nuevos contenidos estructuralistas, post modernistas. Y juntos, no bajamos de dos en dos, en grupo como de cinco, caminamos a cenar temprano. Temprano, con la conciencia tranquila, que a esta edad el cuerpo te lo pide.
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