Miami tiene la estación de trenes fuera de de su circuito central y hace poco tropical la llegada o salida de la vibrante ciudad. Una llegada, despedida nada tarjeta postal. Cuando el tren para en la pintoresca Palm Beach, es recibido por las palmeras; respira el aire de campos de golf y hoteles de otras épocas de gloria. Allí entran una pareja con sus valijas de cuero, abrigo de visón para protegerse del frío en el norte.
Ante mi respuesta afirmativa, después de haberme preguntado si hablaba español, el encargado de recoger los tickets en el vagón me llevó hasta la minúscula habitación de una señora cincuentona, bajita, vestida de traje sastre hecho con una lana algo gruesa. La señora sonrió algo tímida cuando oyó la traducción de la información necesaria para alguien que viajaba en uno de los ‘roommettes”. Traduje cada requisito y dato -pausado, siguiendo los ritmos del uniformado empleado, quien dictaba -en menos de cinco minutos- qué decir y cuándo: todo sobre los servicios en el vagón-dormitorio del tren que viaja de Miami a Nueva York. La señora respondió a las preguntas e información. Traduje de nuevo y regresé a mi “roommette”. Treinta horas a través de unos cuantos territorios y vistas
La señora tenía acento andino. El vagón iba lleno: parejas en su mayoría, y dos o tres viajeros solitarios. Creo que, después de acercarse a mi vagón y preguntarme de dónde era, llegó a decir que era Colombiana. No recuerdo lo poco que dijo. No habló mucho y con la contestación a su pregunta sobre mi identidad y procedencia, “soy puertorriqueño”, sonrió, se dio una vuelta sin decir nada más, y regresó a su “roommette” a mirar por la ventana, a ver las palmeras, lentamente reemplazadas por sauces llorones y pinos-siempre-verdes.
Cada mesa acomoda a cuatro comensales y las horas de las comidas son programadas, obligando a cenar y almorzar con los mismos compañeros durante dos días de viaje. Los míos -!qué suerte!- eran un matrimonio sureño liberal con mucho dinero que canalizan a través de una fundación y un ítalo-americano de Brooklyn que regresaba de un mes en la Florida, unas vacaciones-regalo de su mujer cuando él se jubiló y no ella no lo toleraba un minuto más en la casa. Si los sureños eran grandilocuentes y contundentes en sus ideas y programas progresistas -con la capacidad para ser cínicos, divertidos, característica bastante generalizada en los estilos narrativos de esa mal comprendida región de los EEUU-, el ítalo-americano lograba sacar incredulidad ante los detalles más pedestres del diario vivir; los que otros pasaríamos por alto. Conversábamos, nos reíamos, comíamos.
En la mesa al final del comedor estaba la señora “andina”. No hablaba. Miraba hacia nuestra mesa. Sus compañeros, una pareja mayor de aspecto republicano suburbano, hablaban entre ellos. Esta escena se repitió tres veces. dos almuerzos y una cena, sin nunca la señora y yo volver a hablar el uno con el otro.
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