No desaparece por completo el sentido de impotencia, acompañado por la falta de deseos de seguir viviendo, querer eliminarte del mundo, salir del cuerpo. A menos que el organismo lo haga por su cuenta o un accidente lo cause, este estado depresivo es, a su vez, combatido por una sensación de que se puede salir del mismo, del deseo suicida. El hombre o mujer que lo experimenta sigue batallando contra la fuerza obscura que lo hunde y causa los deseos de no seguir existiendo. Toda la ayuda externa del mundo provee un alivio y recursos para lidiar con el deseo de desaparecer, pero no es hasta que la persona que vive abrumada emocionalmente pone en suspenso su obscuridad interior, para darle sienda suelta a la sensación de que puede superar su mal interior.
El avión no era el problema. Viajar, enfrentarse a lo desconocido, la expectativa siempre en asecho: una catástrofe. Otra más, de las muchas que viví desde que nací hasta que a los dieciocho años me hice maestro normalista, y, entonces, pude comenzar a salir de algunas de los “problemas” que daban pie a la vida de carencias y miserias. Mis padres dejaron de beber, abandonamos la casucha de madera vieja y destartalada, y no había que preocuparse por si comíamos bien ese dia cualquiera o no.
No era la pobreza la causa de los males, pero esta no ayudaba. Lo que la nueva “comodidad” no protegía eran los años anteriores: los intentos de suicidio, la violencia física (la última paliza la recibí a los catorce años y la recuerdo como ahora, pues me la dieron frente a mi prima, quien a sus doce años tuvo que intervenir para que pararan el abuso), el alcoholismo crònico de mis padres y hermanos, los ataques de nervios llenos de histeria, gritos, vecinos entrando y saliendo, tratando de ayudar con “limpias y curas domésticas”. Cada una de las células del cuerpo ya estaba impregnada por la “obscuridad existencial”, dejando “estímulos” destructivos que seguían, siguen saliendo a flote.
Las fiestas de vecinos clases medias a las que los jíbaros pobres no eran invitados y, sin saberlo, causaban un sentido de vergüenza personal y familiar, pudieron ser usadas como herramientas para evaluar de lejos a los compañeros progresistas de salón, cuando estos últimos celebraban bodas, cumpleaños, graduaciones, promociones e invitaban al resto de la facultad menos a la “marica” del Departamento.
Las herramientas provistas por la sicología, filosofía, espiritualidad, amistades que extieden la mano, oyen, ayudan a separar al sujeto bajo presión de la obscuridad “histórica” que lo tumba, los deseos de salir de su cuerpo; sirven para dejar que el rayo de luz que ilumina un futuro menos negro diluya lo que puede llevar al suicidio; encaminan la “autoayuda”.
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