Antes de hacer su entrada al enredado mundo de vías sobre el puente y cruzar por encima del inmenso y convulso Saint Laurent, el tren para en Poughkeepsie, Yonkers, Albany - la aburrida y sobria capital del estado de Nueva York, y en unos pocos pintorescos puertos: Port Henry, Port Kent, que bordean el largo lago Champlain. Nombres y lenguajes que van acercando el mundo del norte, a otro bilingüismo, a otras culturas en continuo contacto, luchas, (em) borujos culturales.
Alice Munro no describe los tranquilos muelles o los ferries que cruzan el Lac Champlain. Los puertos junto al lago invitan a vivir sosegadamente; a velar si es verdad que en sus aguas vive una enorme bestia. Sin pizca de temor por la bestia que vive en las profundidades del lago, los muy tranquilos pasajeros que se bajan en las estaciones no parecen tener vidas rebuscadas, algo pesadas. Su calma se lleva muy bien con el lago. No es el monstruo de la leyenda lo que les preocupa. Les preocupa si tomaran o no el ferry que los lleva hasta las costas de Vermont o se quedan de este lado y compran maíz fresco, fresas salvajes.
Sus ropas los delatan. No llevan fastuosos relojes de oro, ni se ponen grandes medallones en el pecho. Las mujeres no se sobre-maquillan; no parecen sacadas de vitrinas de tiendas en la Quinta Avenida de Manhattan, en camino a los muy caros pueblos de los Hamptons en Long Island. Tampoco recuerdan a los personajes de John Waters: la muy chusmona mujer con su pelo teñido de rubio, el casi clase media cargado de oro, el bocón que se pavonea por los aceras de tablas que bordean las playas de New Jersey, Delaware.
Alice Munro es desplazada por el deseo de estar afuera, frente al lago. Un deseo que la cara casi pegada a la ventana, al lado derecho del vagón, expresa en su sonrisa, al ver los pasajeros que se bajan y a los que vienen a recogerlos: un taxista, una familia que está pasando el verano en su cabaña cerca del lago. A los puertos del lago llega la sencillez personificada: ropas de algodón sin pretensiones de alta costura, kakis y bolsas de tela de saco, retazos de los sesenta, sandalias y collares de cuentas.
El lento viaje en tren lleva al pasajero por el lado de las montañas Adindoracks, de cara al lago, boscosas, con sus emblemáticas sillas en los patios de las casas o cabañas veraniegas; sirven de fondo escenográfico al conductor que grita cada parada, “Pointe Rousse, please have your tralalalala ready”. Pointe Rousses es el nombre de la parada en la frontera, tierra de nadie, donde los empleados de aduanas e inmigración canadiense, quebecoix, entrevistan, auscultan con sus ojos y deciden si dejan pasar o no, moverte al mundo más al norte.
Alice Munro recrea las vidas de personajes con múltiples identidades, mundos bizantinos por dentro, que requieren entornos áridos, y pequeñas estaciones de trenes en pueblos de provincia. Montreal no se presta para hacer relucir los interiores de esas vidas tan intensas. Se camina por fuera y se camina por dentro. Desde la Gare Centrale hasta el terminal de autobuses puede uno viajar sin tener que ver la luz del sol. Si no fuese por el gentío, los anuncios, los estantes llenos de cachivaches para la venta, los olores de comidas de todo tipo, mercados, hoteles, cafeterías, los kilómetros de túneles que conforman la ciudad subterránea parecerían la escenografía de una novela futurista.
Cruzas sobre el inmenso rio, sales del andén, subes al inmenso mall subterráneo, caminas en busca de la parada del metro, te pierdes, caminas y caminas por túneles, mercados, baratijas, ropa elegante, ya habías pasado por aquí, no preguntas, encuentras una entrada a otro túnel, otra parada, no es la que buscas, sales y sigues caminando, otro túnel, one dollar store, café au pain, la petite patrie, cruzas puertas, no preguntas, caminas, cruzas puertas, otros túneles, llegas a otra parada, no a la que te corresponde, que está, a saber, a cuántos kilómetros de la que originalmente buscabas. Llegas a un andén donde se toman los trenes que van en dirección contraria. Te sientas. Esperas.
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