Estela Raval o Mona Bell o Lucecita o Johnny Mathis acompañaban el amor clandestino; el amor prohibido, el que mezcla los placeres con los miedos, los deseos. Amores que conducen a la rebeldía o al suicidio, a doblegarte o liberarte, a claudicar o a luchar.
Soñaba mientras caminaba, deseaba, me amaban, contaba historias a lo Corín Tellado con música de fondo: Los Ángeles Negros o Mona Bell o Leonardo Favio o Chucho Avellanet nos acompañaban por los calurosos, aburridos, estreñidos pueblos que siempre miran hacia el Caribe. Los caminábamos arriba y abajo, un helado aquí o una dona allá. El primer amor a lo adivino tendría quince, mi misma edad cuando estábamos en la high de Guayama. El segundo, diecisiete; yo, dieciséis, en la Pontifica de Ponce.
Los recuerdos engañan; y lo que queda es la sensación de placer o dolor. Los detalles no se graban tan fácilmente. Él jugaba beisbol. Yo pretendía que jugaba volibol. Él estudiada contabilidad. Yo, en la escuela normal. Él, un chico burgués, graduado de exclusivo colegio privado con su futuro muy bien designado. Yo, un pobre egresado de una anónima escuela pública con un incierto futuro.
¿Era él o era el otro con quien caminaba solo, con quien levitaba por las calles de esos áridos y sofocantes pueblos del sur de la isla de los mucho encantos?
Los primeros amores durante la adolescencia marcan la memoria. las sensaciones; no se olvidan. Quizás por lo ridículo, quizás por lo sublime, quizás por lo complicado de las fuerzas que lo moldean
(En el Puerto Rico de finales de los cincuenta y principio de los sesenta las fuerzas religiosas, culturales eran más poderosas que el amor mismo.)
Recuerdo el amor de la universidad por lo sublime, por lo revelador, por obligarme a aceptar que era homosexual, por enfrentarme a una vida donde ese amor no se presta para la armonía social y mucho menos religiosa. Al de la high, por haber despertado el deseo.
“Dímelo tú, sé lo que sientes….”. Recuerdos vagos, alumbrados por el deseo de volver al pasado y recrear mis experiencias junto a uno de ellos, los primeros amores, a lo adivino. Recuerdos que enriquecen el haber vivido junto a… "aquí la memoria pierdo". Sin penurias ni vergüenzas, recuerdos de grandes amores; filtrados por la nostalgia, el deseo de volver a sentir el amor de un adolescente; a saber por qué.
Primer año de universidad: Por ser el menor del hospedaje, Menor era mi apodo. Y cuando el Flaco, su apodo, me llamaba Menor, no era el apodo a lo que respondía, era al cariño de solidaria adolescencia que había en ese llamado, en ese nombre que por primera vez oía; nombre que no era ni para regañar ni para hacer mandados, como era usado el de pila en aquella otra casa, mi casa familiar de tantos haberes y limitaciones.
Reconocí mi existencia, me integré a un grupo con quien iba a las mismas fiestas, pasadías en la posa de Juana Díaz; pasarratos en el bar donde me emborraché por primera vez, y donde por primera vez conocí un trago con nombre en inglés: Tom Collins. A Mayagüez fuimos a comer flan en el negocio de Bebo o, en la playa de Ponce, mariscos con tostones, en un restaurante junto a la brisa del mar.
¿Por qué sigues en mi memoria y en mis deseos? A veces, latentes; a veces activos. Quisiera poder haber bailado contigo; caminar como en un anuncio de perfumes franceses, de la mano por una paradisíaca playa; hablar sobre nuestras interioridades o burlarnos de las cursilerías de otros (nunca de las nuestras); sufrir y gozar la vejez juntos, con los males y achaques. ¿Dónde estás? No puedo buscarte. Quizás es preferible el deseo sublimado a la realidad chocante. Quizás es preferible mostrar una vez más este diario retrospectivo de lo que fueron mis primeros grandes amores.
Fue en la universidad cuando por primera vez reconocí que estaba enamorado, como un sentimiento real; acepté con dolor y trabajo lo que era una verdad absoluta, y me di el permiso para soñar con aquél de quien me había enamorado. A lo adivino, pero de verdad enamorado. Callar y soñar eran mis únicos caminos. Vivimos juntos en el mismo hospedaje durante todo un año académico, nuestro primer año universitario. El tenia diecisiete años; yo, dieciséis. El nunca se enteró de cómo me sentía. Yo, cincuenta años más tarde sigo pensando en él. Allí en Ponce, en el hospedaje de doña Esther, la libido se despertó como nunca antes.
No era la primera vez que me fijaba en otros muchachos; muchos años antes, la sensación ya había hecho su entrada, faltaba la claridad necesaria para poder identificar aquello como el maravilloso y dulce amor de un adolescente. No me atrevía ni reconocerlo y mucho menos cuando este amor era un amor homosexual. Caminaba y soñaba.
El terror y soledad que se siente frente a los primeros momentos cuando reconoces la homosexualidad llevan a muchos al suicidio, a las drogas, a la completa enajenación. Las sensaciones arropan y confunden; la realización y aceptación consciente sobre tan difícil y particular estado de la compleja sexualidad tardan en cuajarse.
La fuerte y compleja sensación fue respondida con la separación. Abandoné el hospedaje y no volví a saber de mi primer amor. Estudie, encontré otros amores, y a compás del tango "que veinte años no es nada", ni cincuenta tampoco, el flaco de mi juventud sigue en la memoria de los buenos recuerdos. Hoy, a la temprana edad de un sesentón, hacer público estas experiencias es una obligación; no dudo que ayudan a otros en situaciones parecidas a que ni claudiquen; mucho menos, se suiciden.
“Dímelo tú, no me atormentes” cantaban Estela Raval y los Cinco Latinos y nosotros, él (¿cuál?) y yo, acabaditos de salir de la pavera, la edad de las tonteras, nos reíamos de nada y de nada hablábamos. No, era Mona Bell y su tómbola la que nos abría el espacio más allá de los boleros corta venas de épocas y generaciones anteriores. Quizás, el yeyé de…. ¿Qué sé yo? Dímelo tú…
Sunday, August 30, 2015
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