A la joven estudiante centroamericana no le gustó que le preguntara si era miembro de la comunidad garífuna. Su algo desconcertada cara, su apretada sonrisa, “apretujados” los labios, delataban la misma incomodidad que la ex compañera en City College demostró cuando le preguntaron de dónde era, y dijo, ahogada en su propia voz, “Pitirican”. Un “piti” que salía de la colonia.
A la muy incómoda joven, con sus impecables modales, se le puede comparar con otros en completa negación: la prima consanguínea, españolizada, allá en el Jájome de siempre no pudo tolerar el que le señalaran su marquita mongólica; el mulato dominicano que jura ser europeo y se rapa la cabeza para que el pelo grifo no revele sus otras herencias.
Quizás porque se encontraba presente otra estudiante que cargaba con orgullo la herencia de tan admirable pueblo -descendientes de la mezcla entre cimarrones africanos y caribes, al que nunca los europeos pudieron esclavizar; y para evitar entrar en una guerra con ellos, lo único que pudieron hacer fue moverlos a las costas caribeñas de Centro América-, tuvo que reconocer su herencia.
Quizás su nacionalismo era más importante que la fascinante historia de un pueblo con un tesón que merece el quitarse el sombrero ante su supervivencia, frente a tanta adversidad.
Quizás, el racismo deja marcas que es preferible olvidar, negar.
Que es muy fácil ser soberano, aunque los que manejan y controlan la soberanía te maltraten y destruyan, que ser parte de algo que, a pesar de su condición actual, mantiene la frente en alto sin engañarse o despreciarse a sí mismo.
La joven -al igual que muchos otros colonizados, escalafonados: la “pitirican”, el mulato dominicano, la mestiza jibara en Jájome- mostró vergüenza ante la pregunta, metaforizó sus muchas vidas, convirtió un realismo tan crudo en literatura.
El espejo mira.
No comments:
Post a Comment