Wednesday, May 25, 2011

Cenas y Flamingos

Es harto conocido que en ciertos círculos puertorriqueños es de muy mal gusto llegar a tiempo; entramos a su apartamento en Gramercy Park quince minutes después de la hora indicada en la invitación; se nos recibió con un coctel a base de parchas (maracuyás), un “sweet and sour” con la fruta que es agridulce, hielo triturado, y un muy selecto ron.

“Es que lo trajimos (aunque fue una persona quien trajo el ron, el anfitrión no había perdido la costumbre puertorra de usar el plural o hablar sobre sí mismo en tercera persona) de PR y lo guardamos para una ocasión especial”.

La “ocasión especial” era mi amigo entrañable a quien el anfitrión quería conquistar. Nos invitó a Jean y a mí porque de no hacerlo, le hubiese quedado muy “desclasé” no invitar a Jean, su joven compañero de trabajo en la editorial, y a mí, el mejor amigo de quien él deseaba con ansias locas. Cuando nos conoció en la casa de Jean, a quien habíamos conocido en una discoteca, insistió tenazmente en que teníamos que ir a cenar a su casa. Y nosotros, dos jóvenes acabaditos de llegar a la ciudad de los rascacielos, no decíamos que no tan fácilmente: queríamos absorber toda y cada una de las experiencias que la ciudad nos ofrecía, y aquel señor puertorriqueño, tan elegante y tan cuidadoso en sus modales, era alguien a quien ibamos a conocer.

Su elegancia criolla, acento difícil de identificar – algo así como lo que Cortázar llamó español de ningún sitio, a lo oligarca colombiano, entonación con muy pocas marcadas subidas y bajadas, metal de voz algo nasal, y una pronunciación impecable de cada fonema, unas elles que ya no se oían y unas eses que desparecían sin uno darse cuenta – en aquel inmenso apartamento en uno de los barrios más exclusivos de la ciudad, rodeado de santos de palo, un sofá de medallón, pinturas de los maestros latinoamericanos, salón de comedor separado de la sala por puertas corredizas, chineros con porcelanas y porcelanas, lo colocaban en las esferas sociales fuera de la de los “gueto boricuas” o los nuevos clase media, suburbanos riqueños en Long Island, New Jersey o Westchester. Santos, porcelanas, chinero, sofá isabelino fueron parte de la herencia que le dejó su madre; pagó “una fortuna para que los trajeran a NY”.

De los tres invitados, el que se veía menos cómodo era yo. En el pueblo,“los blanquitos” (nombre despectivo que usan los puertorriqueños de las clases medias y menos medias para referirse a los burgueses) estaban tan alejados de mi mundo como lo estaban los curas y monjas americanos que controlaban el catolicismo y la educación de un “buen hombre”. Y la rapidez del cambio - del pueblo a la universidad, a NY – no permitió que los llegara a conocer de cerca. El otro invitado, Jean, era francés,y ni conocía todos los detalles y recovecos de la fauna portoricensis, ni detectaba las diferencias históricas vividas por mi amigo Carlos, yo, y el anfitrión.

Carlos se movía con más soltura en esos ambientes: descendía de jibaros como yo, con la diferencia de haberse mudado a San Juan y rápidamente convertirse en parte de las nuevas clases medias, “arribistes” nuevo “petite bourgoise”. Pudo estudiar en un colegio privado en San Juan, que lo relacionó con alguno que otro burgués isleño, y le permitió en ciertas ocasiones codearse, colarse en los clubes y fiestas que daban los miembros de las clases en el poder de la isla de los espantos. Carlos y yo nos conocimos en la universidad en una clase de historia del arte, era y es pintor, nos hicimos amigos y nos mudamos juntos a NY.

“¿Por dónde empiezo?” preguntó Carlos, sonreído y sin ningún tipo de vergüenza con la desfachatez que le caracterizaba, mientras señalaba la extensa variedad de cubiertos que poblaban la mesa de caoba cubierta con un mantel tejido a mano por las monjas carmelitas de no recuerdo qué convento en qué pueblo. El narcisismo de Carlos - de cara juvenil, un buen cuerpo y súper lindo - crecía ante las atenciones que le daba el anfitrión. Era a Carlos a quien oía con más detenimiento; sus descaros lo convertían en objeto de deseo, aumentaba aquello que nos lleva a desear, poseer al otro, ser el otro. Deseos abrumadores hacían que el anfitrión no viese ni sintiese nada excepto el poder conquistar a Carlos.

“No te preocupes y come, como en tu casa”, le dijo el muy infatuado anfitrión.

Jean, criado en Paris y desterrado en Nueva York, trabajaba como corrector de textos en la editorial, se movía por la cena como si aquello fuese parte de su diario vivir, cambiaba de cubiertos como si nada le preocupase, comía y hablaba sin mucho compromiso, observaba de lejos la conquista.

Yo, por el contrario, con mi temor ante tanto cubierto, porcelanas, manteles, santos de palo por donde quiera, jarrones enormes llenos de flores, cuadros, retratos me convertía poco a poco en la muy trillada pero algo cierta descripción del jibaro: taciturno, huraño, desconfiado, decía muy poco, un “qué delicioso está este plato” o un “sí, que interesante la historia de ese santo”.

La cena duró tanto como se tardó en servir la extensa fila de platos que no paraban de salir de la cocina, servidos de antemano. Nada de poner los platos sobre la mesa y que cada cual se sirviera lo que deseaba. Si querías mas, preguntaba al final de cada entrada. No lo hicimos, hubiese obligado al cincuentón a pararse y cambiar el ritmo del servicio.

Cómo nos íbamos a despedir me mantuvo ocupado durante el café y el flan, hasta que Jean se paró después de terminar su postre café y dijo, “Nos tenemos que ir.”

“Es que tenemos que recoger los boletos antes de las doce”, añadió Carlos sin preocuparle la consumida cara de sorpresa del anfitrión o la pregunta, "¿Boletos para qué?"

“Los tres vamos para el baile de cierre de temporada de Flamingo, lo dan todos los años cuando se termina la primavera y antes de que las tribus se muevan durante el verano a Fire Island” fue seguido por el codazo que le di a uno de los santos de palo, el tumbe de su cabeza, rodando por el suelo, y el brusco abrir de la puerta de salida.

Los muebles, cuadros, obras de arte bordeaban la desabrida cara del anfitrión, quien al despedir los tres jóvenes en busca del vivir plenamente, les deseó un, “que la pasen bien.”

2 comments:

alfavil said...

Bueno, y ahora que es esto? Lo encontré terriblemente cruel. En PR, nadie sabe usar cubiertos. De dónde salió tanto refinamiento? Me parece haber estado en ese apartamento, sobre todo por los santos. No había gallos?

gerardo torres said...

¿Gallos? No pienso delatar mis fuentes. ¿Cruel? Nooo, realismo patidifuso (de patería puertorra)