Algunas de las tardes en Frankfurt parecían tomas de
escenas de la películas “Hiroshima mon amour”, y no un retrato de la vida de
una pareja de amigos y amantes. Todavía para aquella época la palabra que se
usaba para referirse a las parejas de hombres gays era amigos; son amigos, decían
los que hablaban de ellos, nosotros.
Günter vivía en un complejo de viviendas, construidas
y manejadas por el gobierno, habitadas por proletarios, en su mayoría, inmigrantes
turcos y sus hijos. Yo vivía en lo que el aquel entonces era todavía el barrio más
bohemio y liberal de la ciudad de Nueva York, Greenwich Village. Él era
escritor y trabajaba a tiempo parcial para la radio alemana. Yo era maestro.
- Ahmed, Ahmed - gritaba una madre, continuamente, desde
la ventana en algún apartamento contiguo, llamando a algún chiquillo que parecía que
nunca estaba en casa. Por dónde estará Ahmed a estas horas de la cena, decíamos
cargados de sarcasmo, nos reíamos, hacíamos el amor, fumábamos un ilegal, y seguíamos
con nuestras extensas conversaciones.
- No puedes ser tan categórico. ¿Qué sabes tú de
ellos?
Hablábamos extensamente, largas horas, confrontando
nuestras ideas, debatiendo, rechazando, aceptando la razón del otro,
defendiendo la personal. Él, al igual que muchos de sus amigos y conocidos, no iba a olvidar lo particular de su generación:
hijos de la guerra, con padres que fueron soldados, militantes en el partido de
los nazis. No podía dejar de defender su compromiso con la transformación social.
- ¿Qué sabes tú de la guerra? No estuviste allí.
Nuestras tardes fueron clasificadas como sesiones de concienciación
político-sexual por uno de los auto-nominados gurús en una de las muchas, “gay
friendly”, comunas “heteros” que existían en el Frankfurt de los setentas y
ochentas. En aquellas extensas y muy dinámicas casas la vida gay había tomado
otro giro, seguía el modelo impuesto por los movimientos de liberación sexual.
Ya no eran vidas clandestinas, ni se tenían que jugar papeles copiados de las reprimidas
vidas de los pequeños burgueses o las nuevas masas de clases medias
- ¿Has pasado hambre? ¿Sabes lo que es ver a tus
vecinos comer sus bizcochitos con chocolate y tú solo haber comido un poco de
arroz blanco con un huevo frito encima?
Los deseos sexuales eran tan poderosos como los debates.
El restregar ideas como parte integral del deseo de conquistar al otro es una
experiencia inigualable: eros y cerebro juntos. Nada que ver con los poemitas románticos
de damiselas y tenorios decimonónicos. El deseo guía la palabra bien pensada,
busca al que quiere ser conquistado. Retos verbales, disimuladas alegorías eróticas,
nuevos retos verbales, ideas de peso,
una guiñada, forman un rompecabezas sexual donde cada jugador coloca las piezas
sin saber cómo lucirá en su totalidad. No importa, el placer se ha ido
consumiendo.
- Qué importa quién ha colonizado a quién. ¿Tú,
colonizado?
Una sonrisa, el
brillo intenso de los ojos, la movida del cuello hacia el lado son claves
concluyentes que sirven para asegurarte que estás en camino a lograr el propósito,
que te puedes mover de la silla al sofá,
sentarte a su lado.
- Qué importa lo que digan los libros. Los colonizados
son todos los que le sirven al estado, el que sea, sin cuestionarlo.
Los labios, los ojos, las cejas, las manos, el cuerpo
revelan la intensidad de la sensación, el placer de saber que ese cuerpo será tuyo.
- ¿Por qué no le preguntaste sobre los campos de concentración
que estaban cerca de tu casa?
¿Cómo no iban a saber en un pueblo de mil
habitantes?
Dos cuerpos con muy altas temperaturas, dos hombres de treinta y pico
de años, sobre-testorenados, emiten tanta energía como una micro explosión atómica;
un sofá es demasiado pequeño para contenerla. La energía devora, mueve fuerzas,
transforma la razón, la desplaza.
- Cuando no hay comida, no se puede teorizar. Tienes
que comer primero. ¿Has luchado alguna vez contra el poder de una masa?
Una mano agarrando la cintura mientras la otra señala hacia
la cama, la habitación, dirige los tremores, pequeños temblores corporales, hacia
un espacio más intimo, más cómodo. El deseo requiere menos accidentes. Un sofá limita,
demasiado pequeño para la magnitud de la explosión que generan dos hombres.
- ¿Por qué esperaste tanto para ir a los campos de concentración?
Sobre los cuerpos desnudos de los dos hombres, las sábanas
forman olas; inmensas, algunas; lentas y suaves, otras. La punta de la lengua
trazando un cuerpo, erizando la piel, revienta el vaivén de las sábanas para revelar
un par de piernas, dos pares de piernas, nuevas olas; ya no son sábanas, son
cuerpos de hombres. Caricias. Un gemido, otro, estimulados por el aceite que súbitamente
enfría la piel, tranquiliza las olas; acompañan la tenue y amarillenta luz
solar que entra por la ventana.
- Ahmed, Ahmed - grita la madre musulmana, cubierta de
negro, mientras los dos hombres hablan, beben cervezas, fuman y se compenetran.