La llegada de Mona Bell duró tanto como una veloz brisa. Hizo ruido, tumbó dos o tres papeles, paralizó el ambiente, la pantalla, voló las cortinas de las ventanas, cambió el ritmo por dos o tres segundos, apagó la toca discos, aceleró el Porsche -quizás ella fue parte de la causa del accidente- y desapareció como su telegrama. Entró y salió de una tómbola cual juego de azahar. No tuvo permanencia ni dejó huellas en nuestros corazones.
Mona Bell tranquilizó un poco las aguas. Solo eso pudo hacer: calmar las sensaciones. Sirvió para dar la impresión que la letra, los pasos, la melodía podían ser ligeros y llanitos, sin substancia, faltos de pasión, sin compromiso entre los amantes, las voces que susurraban deseos, placeres, o que gritaban angustias, rencores. Por poco, mata al bolero. No pudo.
"Tú me besaste" justo después de Mona Bell haber hecho su fugaz entrada, mover la tómbola y desaparecer sin dejar huellas sobre la arena, conversar con la soledad, desvelarse por su amor, empaparse con la lluvia de recuerdos, ver gente correr. No fue falta de cariño. Es que Mona Bell no sabía cómo hacerlo.
En aquel momento cuando entró el telegrama, sentí un inmenso vacío entre los brazos. Los tiré a la basura, telegrama y tómbola, y sin esperarlo, a las doce, "te me acercaste, aquella noche maravillosa".
El bolero regresó; y nosotros que nos queremos tanto, lloramos, cantamos, bailamos, nos amamos.
- ¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
- ¡Qué importa! Estamos juntos. No me preguntes más.
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