Si aquí mi memoria no pierdo, cuando salí, no de Collores, sino de Jájome o de la escuela Cautiño en Guayama cargué conmigo los relatos incluidos en ese libro que todavía recuerdo: Leyendas Puertorriqueñas.
Lectura obligada en las escuelas públicas de Puerto Rico sacaba a los estudiantes -de entre once y trece años- de los símbolos y cuentos en la que la literatura juvenil europea o estadounidense los encajaba. Guanina y Sotomayor, el cacique y su palma, los amantes de la Garita del Diablo, la muerte de Salcedo, Yuisa y sus perros frente a los españoles, Cofresí hablaban de historias más cercanas a nuestro entorno e historia, sin perder la magia que tanto gusta a los lectores pubertos, los de "la edad del pavo".
Sí fué en la Cautiño con la Señora Zavaleta, ¿o fue una de las hermanas Catalineau en la Intermedia la que -con rigurosidad, dicción impecable, sintaxis perfecta y preguntas socráticas- nos llevó a conocer nuestra historia a través de la ficción?
Dicen que los libros ayudan a darle forma a la personalidad. Hay quienes van más allá y sostienen que una vez una persona es alfabetizada su cerebro es transformado. No queda duda que los textos, o afianzan lo conocido o lo cuestionan, o comienzan un nuevo camino conceptual, narrativo, afectivo. Para nuestra generación, no fueron los viajes pseudo-místicos de Harry Potter los que ayudaron a darle forma, a reafirmar el cómo nos vemos y somos. Aunque desafortunadamente otras fuerzas más poderosas contrarrestaron ese logro, al menos, para aquel entonces las leyendas recogidas por don Cayetano Coll i Toste sirvieron para no perder de vista la historia puertorriqueña.
Monday, May 29, 2017
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