Saturday, May 20, 2017

MOCOS

Estornudé tan fuerte que el vecino del apartamento debajo del mío gritó: ¡Salud!, sin saber de dónde venía la explosión nasal. O sabía. Sospechaba.

Nuestra relación nunca fue la más cordial. Su necesidad de estar en control, de supervisar todo no lo paraban. Cualquier ruido lo molestaba. Cualquier desvío de los más rigurosos mores sociales lo perturbaban. Con un palo daba golpes a su techo para quejarse si mis pasos lo incomodaban. Con una mirada de mal gusto desaprobaba los distintos tipos de visitas que yo recibía, mis tufos a licor, hierbas enervantes o falta de astringente bucal.

A los siguientes estornudos, fuera de su gritar "salud" continuamente, no les había prestado mucha atención, hasta que por el decimocuarto o decimoquinto estornudo decidió gritar: "¡Desinféctate! ¡Desinféctate! ¡Desinféctate!". Ya era muy tarde.

Los mocos comenzaron a salir poco a poco y con cada estornudo mostraban sus orígenes, su génesis, sus distintas texturas, viscosidad, colores. Los primeros -blancos, líquidos y transparentes, inconfundibles con el agua- fueron seguidos por distintos tipos de secreciones: los amarillos fueron reemplazados por verdes; después, por los de color café; y por último, obscuros casi negros.

Con el último estornudo no tuve que soplarme la nariz. No podía. No tenía ni manos con que agarrar el pañuelo. Sólo quedaba el cascarón de la cabeza con algo de cerebro. Me había diluido, transfigurado en un enorme charco de mocos, filtrándome por el piso, y empapando al vecino de abajo. No volvió a quejarse.



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