Señora no estacione su monstruosa todo terreno en la acera. Todo el mundo lo hace: la mitad del carro sobre la acera y la otra sobre la Canals. Señora, si no hace mudanzas ni entrega equipos enormes, cómprese un Volkswagen. Señora, usted es la culpable de todas mis angustias y todos mis pesares. Usted llegó a mi vida, comprenda de una vez que la edad dorada no permite ir y venir dando vueltas sobre uno mismo y sobre sus carrozas blindadas. La Canals graba los pasos y recrea todas las huellas en un solo paso.
La Canals es mi aleph.
El caminar está medido por la intención del andante y no por la distancia entres los dos polos que le dan principio y fin al trecho andado. Las aceras secuestradas por los carros, los comercios con anuncios en lenguas no habladas por los caminantes de la Canals, las alcantarillas desbordadas de aguas negras y los hoyos en la calle dejan de ser molestias matutinas para convertirse en una gran obra de arte conceptual.
No tendré que medir el tiempo y disfrutaré del aroma de cada una de las rosas del jardín que está frente a la casa donde vive la pintora que nunca se le ve rociando sus flores, comprenderé la necesidad del octogenario dueño del puesto de verduras en la plaza de mercado de trabajar doce horas diarias, entenderé la vida de aquellos hombres que viven en matrimonio, la compararé con esta vida de solterón jubilado, estudiaré los detalles arquitectónicos estilo arte decorativo criollo - por fin puedo pronunciar su nombre – de cada una de las casas de mi querida calle.
¿Cuánto hace que tomé por última vez el autobús número dos de la vilipendiada Autoridad de Autobuses Metropolitanos?, nombre con rasgos fascistas, pobre reflejo del anarquismo que la caracteriza. ¿Qué pasó con el bus que se supone pasara a las ocho? Voy a llegar tarde. ¿Qué más dije? El chofer me mira con ojos de “y a mí qué”, pasa de largo cada vez que me ve en la parada número veinte. Mejor tomar el autobús que pasa a las siete, desayunar en la fonda del árabe y leer el folletín con ínfulas de periódico que nos alumbra cada nuevo día.
Regresar no consigue satisfacer los deseos de revivir lo que una vez fue sentido. Las tardes en el balcón en espera de las noticias de las nueve, la noche es para los jóvenes. ¿Cuánto hace que la tatuada muchacha estira sus piernas, alza sus brazos en perpetua oración?: yoga en el techo de la casa de apartamentos que queda directamente frente a la casa de la señora que alquila cuartos a inmigrantes dominicanos. Ella hace ejercicios de yoga; yo sólo observo. El chofer es otro, las rosas de la vecina se han marchitado, el bar de la esquina no toca música de bachata. Ni el autobús, ni la parada, ni la oficina de la pensión recuerdan.
Regresar revienta las imágenes de escenas pastorales, obliga a desmantelar esquemas y cambiar de cara ante los dos “Ghetto Brothers” en la parte de atrás del bus, molestos por no haber ganado el premio como los mejores intérpretes de música urbana. El regresar a la Canals en busca de sensaciones conocidas abre un vacio donde todos caben y no llenan. Cuando en una época no podía salir de noche, hoy floto por la calle a cualquier hora.
Es mi bolero.
Decoración corporal llena de tatuajes, gafas de aviador, aretes, cejas delineadas por pincel de peluquera rubia oxigenada, a los compas de unos tambores que bloqueaban el ruido de las avenidas, centraban la atención en los dos cuerpos-grafiti ambulantes, pizarras humanas. Bajen el volumen de su radio fue seguido sin interrupción alguna por la muestra de la pistola.
La Canals es Tarantino.
La Canals huele a cloacas, a la podredumbre del trópico, a los olores que salen de las casas con sus puertas y ventanas siempre abiertas, ante el continuo calor, y por ser todos parte de la vida del otro. Olor disperso obliga a cada uno de sus habitantes a expresar su disgusto o gusto (a saber) por los gases que inundan la calle.
Calle, contadora de historias, resumes las vidas del panameño remendador de zapatos o el colombiano que vende palabras silbadas, el cubano que no tenía suficiente espacio para poder almacenar todo lo que su historia poseía, el chino que los reemplazó con un supermercado de ilusiones y fantasías, el árabe de nombre, Fouad, reducido a un simple y sencillo don Fua.
El volver es tratar de revivir lo pasado, los recuerdos siguen, la computadora no encontró rastros de mi acta de nacimiento y me deja a la merced de los burócratas para poder recibir mi pensión. No existo. ¿Por dónde estará el pordiosero a quien le regalaba las monedas?, y él, en cambio, me regalaba una sonrisa de agradecimiento. Te habrás mudado conmigo a otros planos, rehabilitado, transformado, para estar concentrado en tu más puro ser sin necesidad de pedir ni sonreír. Las farolas no alumbran. Por los balcones, salas, aceras, comercios, alcantarillas desbordadas vuelan mis cenizas.
La Canals es mi Ítaca.
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