Cuando llegué, Tuto todavía no estaba allí. Me lo temía. Además de que era un cínico empedernido, disfrutaba de la jodedera y los buenos vinos, y no era de dudar de que ni se apareciese por la muy elegante cena o de que andaba por los cafetines de la Placita de Mercado de Santurce. No era la primera ni la última vez que lo hacía, dejar plantada a la gente para irse a beber a los bares de cualquier barrio popular. En uno de esos bares fue que lo conocí. El grupo chic lo seguía invitando por los vínculos escolares y sociales que los unían: se crió en el mismo sector clases medias, y estudió en el mismo colegio donde fueron educados los anfitriones.
Saludé con entereza, apreté fuertemente la mano de cada uno de los otros invitados, sonreí, y con un “sí, sí” estuve de acuerdo que era amigo de Tuto, acepté una copa de vino blanco, y no más ya estaba relajado y sintiéndome cómodo en el muy elegantemente decorado apartamento, medio abrí los ojos cuando vi que uno de los invitados apuntaba con su dedo, al tener de frente la bandeja de porcelana donde traían los entremeses, y decía con un leve gritito y respiración ahogada y estirando la o: “Limooges”.
“Qué carajo hago yo aquí”: me pregunté. Mis platos no son parte de un juego, no tienen procedencia ni nomenclatura. Los compré en quincallas, pulgueros; otros son heredados o regalados. Nada cuadra en mi casa y mi vida está completamente falta de abolengo, apellidos históricos, colegios de renombre y vacaciones con mis padres en Europa. El relajamiento duró muy poco. Peor todavía, como soy algo torpe, temía que pudiese romper un plato.
Tuto nunca llegó. Saqué mis mejores modales, cené, comparti la sobremesa, ofrecí alguna razón para excusarme y no poder acompañarlos por los bares, salí como alma que lleva el diablo, me sentí libre al poder abandonar aquel grupo de maricas estreñidas por la historia, y me fui hasta la Placita de Santurce, al cafetín donde sabía que iba a encontrar al sinvergüenza de mi amigo del alma. Muerto de la risa, cuando me vio llegar azorado, el muy, pero que muy maricón malicioso -y lo mucho que lo quería- me preguntó: "¿Cómo te cayeron las Limoges?”.
(Este relato está dedicado a mi querido amigo, J. Batlle, QEPD, quien disfrutaba de la versión original, la real, de burlarse de los gays "falsos burgueses", de exagerar la o del Limoooges, y de los cafetines de Santurce.)
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