Los edificios del barrio donde estaba el hotel sin estrellas -un crucigrama de concreto- estaban reflejados en el antiguo e inmenso espejo del cuarto, contorneaban la imagen de mi cara y la de la telaraña en la esquina de la habitación: foto de feria, una obra surrealista abandonada a la suerte.
Dejé los cafés de Amsterdam para ir a ver piezas de noveau trasnochado. Salgo a pasear por la gran plaza, la que con la caída de la noche cobraba su función primordial: divertir a los miles de turistas. Todos se movían al unísono, acompañaban el juego de luces que alumbraban los detalles de sus edificios. Entre los miles de espectadores se encontraban algunos que giraban sus miradas, de las paredes alumbradas por los juegos de luces a otros espectadores, sus iguales, y otros, y otros, y otros; reciprocaban, se reconocían, tasaban.
Una vez en la plaza, mi cabeza empezó a dar vueltas, a reconocerme en alguien, enfoco en él, en otro, no, otro, vueltas, miradas, cambio la vista a las luces, el otro, del norte de la plaza al sur de la plaza, al oeste de la plaza, al este de la plaza: un ballet en cuatro por cuatro, al cuadrado.
Otoño: Semestre académico en Columbia, Nueva York. Durante la rebuscada conferencia dictada por un profesor de laso en vez de corbata y chaqueta de lana con parches de cuero en las mangas, no distingo sus palabras. Sentado en un pupitre doy vueltas por esta plaza, otras plazas, paseos, palabras, gestos, flirteos, todos, todas las plazas se juntan.
New York, 1971
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