Muchos, en su gran mayoría, pequeños burgueses y proletarios, viajan en busca de vivir por una semana lo que el resto del año ven de lejos, atraídos por el deslumbre, la fabulosidad y extravagancia que los cruceros sugieren: cromo, laminados y brillo por doquier, en las paredes, escaleras, cuartos, salones, cafeterías, salas, techos, pasillos. Recrean las vidas de revistas.
Otros buscan alejarse de la rutina para terminar convirtiendo su viaje en nuevas rutinas: leen en las terrazas, caminan por cubiertas, se levantan y acuestan temprano, asisten a los programas culturales que el crucero ofrece, juegan en el casino.
Y hay quienes solo desean abandonar sus espacios, tanto los físicos como los existenciales, para que nuevos aires los reemplacen. No importa tanto el destino como haberse alejado y ver qué se encuentra en la marcha.
Cuando comenzó el viaje, tenía pensado escribir sobre residuos coloniales en las islas que íbamos a visitar: fuertes militares, casas antiguas, lenguajes. Una vez en el barco y en los puertos caribeños aparecen en el radar creador otros personajes, ideas, sensaciones que me llevaron donde el poema de Constantin Kavafis, Ítaca, y lo que éste sugiere sobre cada viaje, todo viaje, el viaje de todos los días, toda la vida, el viaje que nunca para.
Lo que no sugiere Kavafis: en el viaje puedes descubrir lo que has abandonado, los vacíos formados por lo dejado, los antiguos espacios que lo nuevo no rellena. Miras de lejos, recuerdas, empatas tu vida.
Durante la primera noche del viaje, una sombra cambió mis planes. Me pareció ver el reflejo de una cantante, una fugaz luz, una mujer-leyenda que vaga por los puertos del Caribe. Su nombre, Marina von Kuferschtein.
Cuentan que lleva años navegando sin rumbo por las islas, trabajando en bares de puertos, goletas, barcos de carga, pasajeros. Dicen que hasta en yolas que navegan entre las islas que conforman el archipiélago caribeño, la han visto, transportando todo tipo de mercancía y personajes, enamorándose de marineros y capitanes, hombres y mujeres.
Alegan que desciende por parte de su padre, del pirata Roberto von Kuferschtein, y por parte de su madre, de judíos de Curazao; y que estos últimos, a su vez, descendían de la mezcla de indígenas con africanos y sefarditas.
Su incierta procedencia étnica y sus manejos de las lenguas criollas le otorgan un carácter muy particular y una etnicidad misteriosa, difícil de especificar, pero emblemática del Caribe: islas y gentes que, independientemente de la potencia mundial que las controle, generan sus propias formas de ser.
La fugaz luz se pierde por entre las máquinas tragamonedas; las que premian o castigan al jugador que pone su fe en las mismas, o hipnotizan a la señora con cara de secretaria jubilada que no para de jugar. Mientras presiona teclas, guiada por la combinación y pareo de símbolos, el semblante continuamente cambia. Horas muertas frente a las máquinas, y al final de ese corto viaje, la tragamonedas le deja saber que se ha ganado unas cuantas monedas, o que las ha perdido todas.
Los cambios en la cara de la señora delatan su poca preocupación con ganar o perder frente a la seleccionada máquina de juegos. Lo que se busca es sentir aquello que bordea en la ansiedad, causado por la incertidumbre, la sensación que estremece el cuerpo, el qué pasará una vez todos los símbolos que se mueven en la pantalla paren de inmediato. El placer lo causa el enramado de sensaciones que recorre el cuerpo antes de saber el resultado de tan corta pero intensa experiencia. Es en ese momento muy particular que la máquina se integra al cuerpo entero. El viaje de la señora en el crucero es matizado por el camino que le ofrecen las acompañantes de su soledad: las tragamonedas.
En el trayecto, junto a las piscinas y bares al aire libre, el hombre que se acerca a otro lo saluda con cordialidad y le pregunta si se siente mejor hoy día, anda buscando entablar conversación, mitigar la soledad, reafirmar lo prometido la noche anterior. El abordado, asombrado, responde que sí, con frialdad, luego calla y casi obliga al otro a despedirse.
Quien responde, el abordado, se vira y con cara de sorprendido, molesto, le dice a una mujer, su esposa, quizás, que no sabe quién es esa persona. Puede que se hayan conocido anoche en uno de los menos frecuentados bares del crucero, donde llegan los que buscan sus iguales, aquellos que esconden sus amores, sus deseos, el lado de su vida que los asusta, el que a veces niegan.
Los amantes clandestinos no se conocieron en los bares con pistas de baile. No fueron a practicar los pasos aprendidos en Arthur Murray, como lo hace todas las tardes la pareja de jubilados: guiados por pasos geométricos, programados, movimientos rápidos de caras, brazos, manos, de izquierda a derecha, pierna angular, pies hacia fuera, miden, bailan.
En el preciso momento en que dan la vuelta, la pareja estira los brazos, arriba, abajo, y los vuelven a subir para anunciar otro movimiento, un nuevo ángulo. Su meta, bailar por mares y barcos; bailar en cualquier lado, practicar los pasos de “ballroom dance” con su lenguaje programado, numerado.
A Marina von Kuferschtein la vi abandonar el barco en la isla donde hablar francés, holandés, inglés o cualquier lengua criolla es tan común como hablar un dialecto en cualquier pueblo: la isla de San Martín. Era ella. De lejos, en camino a unas lanchas de carga al otro lado de la bahía, se dio la vuelta, miró hacia el barco, y siguió su rumbo.
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