El que todos tengamos de africanos o negros o borinkanos o indios no nos hace inmunes a la discusión del racismo. Negarse a confrontar ese asunto es reducir la idea de la raza a una verdad absoluta -que no lo es, y sí es parte de la discusión sobre el ideario y comportamiento de y entre las “razas”-; resta valor, poder a la capacidad humana para odiar todo tipo de pertenencia, incluyendo estar ligado a tal o cual grupo humano (self-hate en la sociosicología gringa); descarta las experiencias y reflexiones que otros -válidas o no- tienen en sus interacciones con el mundo (un tipo de censura).
Un cuadro compuesto por una mezcla de texto y dibujos, cuyo único propósito es instruir, motivar a los que lo leen y ven, a seguir unas instrucciones, observar unas normas, conocer unos procedimientos, cuidados, no puede ser una caricatura, a menos que lo haga para burlarse de aquello que pueda ser contrario a lo instruido en el medio educativo. El significado, lo burlado, no debe estar integrado a un significante que desvirtúa el mensaje o añade “burlas” por el solo hecho de hacer reír. Criterios que no fueron seguidos por el Departamento de Salud, al crear lo que es una caricatura y no un cuadro textual/visual, dirigido a enviar un mensaje concreto: informar a la niñez de Puerto Rico que deben respetar las normas sanitarias para evitar el contagio.
La caricatura fue inmediatamente criticada por grupos proderechos humanos, antirracistas, intelectuales y políticos, quienes sostienen que el medio didâctico, visual y textual, que pretende “concienzar” a la niñez del país -prevención, combatir el contagio, evitar que los más vulnerables y espontáneos de nuestra especie fuesen enfermados físicamente-, falla cuando transmite mensajes sublimes: la imagen de una niña de piel color negro como portadora del virus y en el lado opuesto, dos niños con fenotipos caucásicos como posibles víctimas, a quienes se les advierte que no se acerquen al contagio, portado por la niña.
No se dejaron esperar los críticos de los críticos, explayaron sus burlas y despachos: “que no se quejen, que regresen a África, el síndrome de la víctima”. Entre ellas, siempre sale pa’fuera la respuesta típica de alguno que otro, el trillado “todos tenemos de......”; despacha el tema porque destapa tantas historias como necesidades tiene el que lo dice, trata algo demasiado delicado. “Es cierto, tengo herencia africana, pero para quê hablar de eso”.
No hace tanto, una señora bastante trigueña, perfilada, y pelo estirado (lo que en Puero Rico -un eufemismo- llaman “indiecita”, cachetes despintados por cremas blanqueadoras, ínfulas de clases medias y cultura colonizada, en un bar de La Placita se refería a la camarera del bar como “la negrita”. Pocos quieren ser parte de la contInuidad genética, histórica, especie homosapiens; prefieren los cajones en que viven mentalmente, sin reflexionar sobre ellos. Para la señora, “la negrita” y ella no tenían nada en común o demasiado, y el dolor es tan fuerte que no permite cambiar de esquemas, reestructurar el cerebro, los deseos, “racismo interiorizado”, y todo el andamio histórico, político, filosófico, biológico, conceptual que subayace cómo pensamos, sentimos, prevenimos, sanamos. Alguno que otro Narciso tiene que también descubrir su trasero ha de concluir Zenón Cruz.
Un cuadro compuesto por una mezcla de texto y dibujos, cuyo único propósito es instruir, motivar a los que lo leen y ven, a seguir unas instrucciones, observar unas normas, conocer unos procedimientos, cuidados, no puede ser una caricatura, a menos que lo haga para burlarse de aquello que pueda ser contrario a lo instruido en el medio educativo. El significado, lo burlado, no debe estar integrado a un significante que desvirtúa el mensaje o añade “burlas” por el solo hecho de hacer reír. Criterios que no fueron seguidos por el Departamento de Salud, al crear lo que es una caricatura y no un cuadro textual/visual, dirigido a enviar un mensaje concreto: informar a la niñez de Puerto Rico que deben respetar las normas sanitarias para evitar el contagio.
La caricatura fue inmediatamente criticada por grupos proderechos humanos, antirracistas, intelectuales y políticos, quienes sostienen que el medio didâctico, visual y textual, que pretende “concienzar” a la niñez del país -prevención, combatir el contagio, evitar que los más vulnerables y espontáneos de nuestra especie fuesen enfermados físicamente-, falla cuando transmite mensajes sublimes: la imagen de una niña de piel color negro como portadora del virus y en el lado opuesto, dos niños con fenotipos caucásicos como posibles víctimas, a quienes se les advierte que no se acerquen al contagio, portado por la niña.
No se dejaron esperar los críticos de los críticos, explayaron sus burlas y despachos: “que no se quejen, que regresen a África, el síndrome de la víctima”. Entre ellas, siempre sale pa’fuera la respuesta típica de alguno que otro, el trillado “todos tenemos de......”; despacha el tema porque destapa tantas historias como necesidades tiene el que lo dice, trata algo demasiado delicado. “Es cierto, tengo herencia africana, pero para quê hablar de eso”.
No hace tanto, una señora bastante trigueña, perfilada, y pelo estirado (lo que en Puero Rico -un eufemismo- llaman “indiecita”, cachetes despintados por cremas blanqueadoras, ínfulas de clases medias y cultura colonizada, en un bar de La Placita se refería a la camarera del bar como “la negrita”. Pocos quieren ser parte de la contInuidad genética, histórica, especie homosapiens; prefieren los cajones en que viven mentalmente, sin reflexionar sobre ellos. Para la señora, “la negrita” y ella no tenían nada en común o demasiado, y el dolor es tan fuerte que no permite cambiar de esquemas, reestructurar el cerebro, los deseos, “racismo interiorizado”, y todo el andamio histórico, político, filosófico, biológico, conceptual que subayace cómo pensamos, sentimos, prevenimos, sanamos. Alguno que otro Narciso tiene que también descubrir su trasero ha de concluir Zenón Cruz.
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