Dice la leyenda que Alejandro el Magno, lleno de angustia y soledad, después que su fiel y aliado amante muere en las guerras orientales, decide escalar una
muralla que lo separaba de una antigua ciudad donde se encontraban sus
enemigos, y en esa muralla termina la vida del legendario hombre, en plena guerra. Es otra muralla de piedra la
que le servía y sirve de nombre al emblemático bar gay en el Greenwich Village
de Nueva York, El Stone Wall. Distintas murallas con distintas funciones pero
ambas evocan las tribulaciones de la vida homosexual.
Acabaditos de graduar de la universidad, los tres amigos nos habíamos mudado a Nueva York un año antes de la revuelta del Stone Wall. Estabamos listos para experimentar otra vida más
allá del Puerto Rico de los años sesenta, donde todavía no se había superado el
encierro que las décadas anteriores marcaron en el psique de los riqueños. El
apartamento en plena frontera entre el Village y el resto de Nueva York, Calle
Catorce y la Avenida Séptima, fue el refugio de muchos y “crash pad” de otros; sirvió
de punto de partida de una cultura y de entrada a otra. De una cultura colonial,
caribeña, y bastante provinciana a una donde los pasados no eran tan importantes
como el forjar el futuro. De una sociedad donde la homosexualidad era vivida en
la clandestinidad, con miedo, a una donde los gays se enfrentaron a las autoridades con botellas y
puños. El Stone Wall nos invitó a soltarnos las trenzas, a salir de los closets, los armarios.
Liberarnos no era solamente una experiencia ligada a la nación, era un acto
personal. El cuerpo se convirtió en una sentencia política
Nada ocurre en
blanco y negro. Las ideas se van cuajando lentamente y ayudan a escoger las
rutas que nos llevan a hacer “camino al andar”. Antes de llegar a Nueva York, un
cabaret en San Juan, Show Boat. labró el terreno que permitió el poder hacer nuestro lo que
el Stone Wall reclamaba: el derecho a ser. Era un notorio club
de transformistas, así le llamaban en aquella época, en la Avenida Fernández
Juncos, cerca de la parada veinte y cuatro en Santurce. En aquel entonces había
dos clubes de transformistas en el área metropolitana de San Juan: Showboat y
Cotorrito. Eran los principios de los años sesenta y lo particular de ese
cabaret consistía en que desde los que servían hasta lo que cantaban eran
transformistas. Eric, La Ronda, Richie, Cleo y otros que hoy no recuerdo son los
nombres de aquellos jóvenes que cantaban o bailaban o servían tragos. Algunos
eran compañeros míos en la universidad: estudiantes de ciencias, pedagogía,
humanidades. Otros eran maestros, y otros sólo trabajan como transformistas.
Todos, jóvenes serios y responsables en un trabajo al margen de lo aceptado por
la sociedad.
“Hola, hola, no vengas sola”, cantaban los transformistas al
empezar el show. Hola, hola, hola ven con tu amor. Hola, hola, hola mi nombre
es… continuaban hasta que cada uno decía su nombre de pila, para terminar con un
“Hola, hola, hola soy maricón”; y si mal no recuerdo, el público le hacía coro
con este final. Años luz antes del Stone Wall, en la isla del encanto, hombres y
mujeres que se atrevían a reconocer su diferencia, con penas, risas, reconocer
su yo mas sexual; y en privado, protegidos por el bar, en el Showboat cantarle
al yo centrado, al que no nos pueden quitar, ni negar. Ese yo que está ahí como
todas las identidades sexuales: puro. Bueno, a veces, puro. El Show Boat gritaba tras bastidores lo que luego el Stone Wall gritaría en público.
La vida gay
nocturna de principios de los años sesenta fue desapareciendo para ser
reemplazada por una más parecida a la de cualquier otra ciudad discotequera. El
Showboat, Cotorrito, Búho (así le llamábamos algunos al Owl, el hermoso bar en
el viejo San Juan), Sand and the Sea, Hill Top, Tamanaco, La Cucaracha le
dejaron el espacio nocturno al Abbey, Julianas, Bachelors, Bocaccio: discotecas
mixtas todas, las cuales junto a los grandes hoteles homogenizaban a San Juan.
La Marina se convirtió en SOFA, y tres amigos en busca de nuevos nortes al norte
nos fuimos.
La Catorce servía de frontera entre dos barrios completamente
distintos: al norte, lo que para aquel entonces era un barrio predominantemente
puertorriqueño, Chelsea. Al sur, uno mayoritariamente “blanco”, bohemio,
tolerante, el Grenwich Village. Nunca se nos ocurrió que éramos parte de los
pioneros que estaban rompiendo esquemas raciales y étnicos en la ciudad de Nueva
York. Tampoco se nos había ocurrido que, al mudarse a barrios donde los
afro-americanos no se atrevían ni entrar, eran los puertorriqueños los que
comenzaron a romper barreras raciales en los barrios donde residían los
italianos, judíos e irlandeses de la ciudad. En barrios como Loisaida, con su
mayoría de judíos e italianos, hasta Washington Heights e Inwood, irlandeses y
judíos, fueron los puertorriqueños quienes sembraron semillas para que más luego
otros “peoples of color” se beneficiaran y pudieran vivir sin que fuesen
acosados. Y para bien o para mal, fueron muchas veces las pandillas de
adolescentes las que se encargaban de que de allí no los fueran a sacar.
Para nosotros tres, jóvenes graduados de la universidad, los cuentos de
Pedro Juan Soto sobre las vivencias de los puertorriqueños en Nueva York se
referían a otros mundos, no al que nosotros vivíamos en la isla del encanto. El
racismo era problema que veíamos de lejos; nunca le pasaba a alguien de nuestros
círculos inmediatos. Eso creíamos, y los golpes que empezamos a tener nos
llevaron a reflexionar y comparar lo que estábamos sintiendo en carne propia con
lo que amigos nuestros vivieron en la isla. Recordamos a aquel que no iba a
ciertos bares en San Juan porque allí solo iban “blanquitos”. El otro que nunca
era invitado a ciertos clubes privados debido a su procedencia de clase. El
racismo se entrelazaba con las clases sociales, los apellidos y procedencias que
regían y rigen quién y por qué eras o eres no invitado, aceptado. El racismo en
los Estados Unidos nos devolvió a la isla para verla a través de otros lentes,
sus matices marcados por los colores, facciones, pelo, apellidos, procedencias,
clases.
Los puertorriqueños resolvemos nuestros asuntos y conflictos
raciales y étnicos con una muy trillada frase que sufre de un escapismo craso: "
todos los puertorriqueños tenemos nuestra raja", y los puertorriqueños sabemos a
qué se refiere esa raja; una raja que no es el centro de la identidad, es
simplemente una raja. Este escapismo nos no deja discutir con seriedad el
racismo en nuestras comunidades, y la relación de este racismo con las
tonalidades de la piel, el tipo de pelo y las facciones. Tampoco no nos permite
aceptar que dentro de nuestro pueblo hay quienes descienden de los esclavistas,
los que se han beneficiado de esa herencia y continúan manipulando el estado y
sus instituciones para perpetuar el status quo. Y este estatus quo puede ser el
mismo dentro de las tres formulas políticas que están sobre el tapete,
independientemente de si somos republica, colonia o neo colonia. ¿Cuántos
independentistas no conozco que lo primero que te espetan cuando se presentan es
su herencia europea? Que si catalán, que si corso - por nombrar los dos grupos
con más poder en la búsqueda de linaje étnico-racial en el país. Muy pocos
hablan sobre su herencia Yoruba.
No había pasado un mes, cuando ya unos
de nuestros muy liberales y cultos vecinos del Village nos dejaba una nota
cargadas de insultos y exigiendo que nos fuéramos de allí. Por deducción e
información compartida por otro vecino, me enteré que era un hombre gay el que
había escrito la nota. “So much for liberation and demands for civil rights in
the gay community” - un fenómeno que no ha desaparecido por completo: la
identidad étnica y racial de los gays es muchas veces más poderosa que su
capacidad para reflexionar sobre la condición humana; un mal que muchos otros
grupos de marginados sufren en carne propia. No nos mudamos.
Era el Nueva York de los
hippies, la liberación sexual y las marchas a favor de los derechos civiles. La
liberación trae cola, y la cola requiere ver el triunfo e independencia de
espíritu, de poder razonar y decidir por cuenta propia. También requiere mirarse
y reconocer las fallas para no repetirse: en las estructuras políticas,
familiares; en los distintos modos de ser en cada rincón de nuestro querido y
abusado planeta; en las creencias externas, y no menos importantes en las
internas, las que nos gobiernan por dentro. Para el hombre gay (al igual que
otros grupos que viven en los márgenes de la sociedad y que pueden en muchos
casos sufrir abusos, asesinatos, el estar en continuo diálogo consigo y con su
entorno es la clave para salir a flote o para ahogarse en sí mismo.
El
Stone Wall validó un proceso que no ha parado y que lleva a muchos – gays o
straights – a seguir derrumbando murallas.
Wednesday, June 13, 2012
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