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Flamingo, disco, NYC, mayo 1977
Flamingos, disco, 1977
Entramos al
apartamento en Gramercy Park quince minutes después de la hora indicada en la
invitación. Se nos recibió con un coctel a base de parchas, un “sweet and sour”
artesanal, con la fruta agridulce, hielo triturado, y un muy selecto ron.
- Es que lo
trajimos - aunque fue una persona quien trajo el ron, el anfitrión no había perdido la costumbre
puertorra de usar el plural al hablar sobre sí mismo en tercera persona, - de
PR y lo guardamos para una ocasión especial.
La “ocasión
especial” era Carlos, mi amigo entrañable, a quien el anfitrión quería
conquistar. Nos invitó a Jean y a mí porque de no hacerlo, le hubiese quedado
muy “desclasé” no invitar a Jean, su joven compañero de trabajo en la
editorial, y a mí, el mejor amigo de quien él deseaba con ansias locas.
Cuando nos
conoció en la casa de Jean, insistió tenazmente en que teníamos que ir a cenar
a su casa. Y nosotros, dos jóvenes acabaditos de llegar a la ciudad de los
rascacielos, no decíamos que no tan fácilmente: queríamos absorber toda y cada
una de las experiencias que la ciudad nos ofrecía, y aquel señor
puertorriqueño, tan elegante y tan cuidadoso en sus modales, era alguien a quien
íbamos a conocer.
Su elegancia
criolla. Aquel acento difícil de identificar. algo así como lo que Cortázar
llamó español de ningún sitio, a lo oligarca colombiano, entonación con muy
pocas marcadas subidas y bajadas, metal de voz algo nasal, y una pronunciación
impecable de cada fonema, unas elles que ya no se oían y unas eses que desparecían
sin uno darse cuenta. El inmenso apartamento, en uno de los barrios más
exclusivos de la ciudad, rodeado de santos de palo, un sofá de medallón,
pinturas de los maestros latinoamericanos, salón de comedor separado de la sala
por puertas corredizas, chineros con porcelanas y porcelanas, lo colocaba en
las esferas sociales fuera de la de los “guetos boricuas” o los nuevos clase
media, suburbanos riqueños en Long Island, New Jersey o Westchester.
Santos,
porcelanas, chinero, sofá isabelino fueron parte de la herencia que le dejó su
madre; pagó “una fortuna para que los trajeran a NY”.
De los tres
invitados, el que se veía menos cómodo era yo. En el pueblo, “los blanquitos”
(nombre despectivo que usan los puertorriqueños de las clases medias y menos
medias para referirse a los burgueses) estaban tan alejados de mi mundo como lo
estaban los curas y monjas americanos que controlaban el catolicismo y la
educación de un “buen hombre”. Y la rapidez del cambio - del pueblo a la
universidad, a NY – no permitió que los llegara a conocer de cerca. El otro
invitado, Jean, era francés, y ni conocía todos los detalles y recovecos de la
fauna portoricensis, ni detectaba las diferencias históricas vividas por mi
amigo Carlos, yo, y el anfitrión.
Carlos se
movía con más soltura en esos ambientes: descendía de jibaros como yo, con la
diferencia de haberse mudado a San Juan y rápidamente convertirse en parte de
las nuevas clases medias, “arribistes” nuevo “petite bourgoise”. Pudo estudiar
en un colegio privado en San Juan, que lo relacionó con alguno que otro burgués
isleño, y le permitió en ciertas ocasiones codearse, colarse en los clubes y
fiestas que daban los miembros de las clases en el poder de la isla de los
espantos. Carlos y yo nos conocimos en la universidad en una clase de historia
del arte, era y es pintor, nos hicimos amigos y nos mudamos juntos a NY.
- ¿Por dónde
empiezo?
Carlos,
sonreído y sin ningún tipo de vergüenza con la desfachatez que le
caracterizaba, señalaba la extensa variedad de cubiertos que poblaban la mesa
de caoba cubierta con un mantel tejido a mano por las monjas carmelitas de no
recuerdo qué convento en qué pueblo. El narcisismo de Carlos - de cara juvenil,
un buen cuerpo y súper lindo - crecía ante las atenciones que le daba el
anfitrión. Era a Carlos a quien oía con más detenimiento; sus descaros lo
convertían en objeto de deseo, aumentaba aquello que nos lleva a desear, poseer
al otro, ser el otro. Deseos abrumadores hacían que el anfitrión no viese ni
sintiese nada excepto el poder conquistar a Carlos.
- No te
preocupes y come como en tu casa..
Jean, criado
en Paris y desterrado en Nueva York, trabajaba como corrector de textos en la
editorial, se movía por la cena como si aquello fuese parte de su diario vivir,
cambiaba de cubiertos como si nada le preocupase, comía y hablaba sin mucho
compromiso, observaba de lejos la conquista.
Yo, por el
contrario, con mi temor ante tanto cubierto, porcelanas, manteles, santos de
palo por donde quiera, jarrones enormes llenos de flores, cuadros, retratos me
convertía poco a poco en la muy trillada pero algo cierta descripción del
jibaro: taciturno, huraño, desconfiado, decía muy poco,
- Qué
delicioso está este plato. Interesante la historia de ese santo.
La cena duró
tanto como se tardó en servir la extensa fila de platos que no paraban de salir
de la cocina, servidos de antemano. Nada de poner los platos sobre la mesa y
que cada cual se sirviera lo que deseaba. Si querías repetir, preguntaba al
final de cada entrada. No lo hicimos, hubiese obligado al cincuentón a pararse
y cambiar el ritmo del servicio.
La pregunta,
cómo nos íbamos a despedir, me mantuvo ocupado durante el café y el flan, hasta
que Jean se paró después de terminar su postre café y dijo,
- Nos tenemos
que ir.
- Es que
tenemos que recoger los boletos antes de las doce, añadió Carlos sin
preocuparle la consumida cara de sorpresa del anfitrión o la pregunta,
- ¿Boletos
para qué?"
- Los tres
vamos para el baile de cierre de temporada de Flamingo, lo dan todos los años
cuando se termina la primavera y antes de que las tribus se muevan durante el
verano a Fire Island.
Ante la
sinceridad de Jean, mi codazo a uno de los santos de palo, el tumbe de su
cabeza, rodando por el suelo, el brusco abrir de la puerta de salida, rodeado
de los muebles, cuadros, obras de arte, la disgustada cara del anfitrión nos
despidió con un,
- Que la pasen
bien.
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