Monday, January 28, 2013

De Puerto Rico a Nueva York, 1967


Viajamos desde Puerto Rico a Nueva York, en el avión de la mítica línea Trans Caribbean, personas respetuosas y con muy buenos modales en busca de diferentes horizontes. No eramos lo que ha sido representada por algunos intelectuales de la isla de los encantos como chusma,  escandalizando los valores pequeños burgueses de las clases medias puertorriqueña. Eramos inmigrantes en busca de nuevos nortes.

De parte mía dejaba la vida sofocante y opresiva de un pueblo pequeño de la isla, donde la homofobia era pan nuestro de cada día. No me iba por razones económicas. Había terminado la universidad y oportunidades de trabajo se encontraban por doquier. Me fui porque la homofobia, abierta o latente, no permitía una vida tranquila. Nadie quiere salir a la calle con la expectativa de que alguien se va a burlar o quizás atacarte físicamente. Nadie escoge ser homosexual. Se escoge con quien tienes relaciones sexuales.

Me fui de la isla en el sesenta siete, a los veinte y tres años, y tuve la enorme suerte de poder vivir el sesenta y ocho en Nueva York: el de las protestas en las Universidades de Berkeley, Columbia, City College, el de los Young Lords y Black Panthers, las marchas contra la guerra y a favor de los estudios étnicos. Allí me enteré de que los contenidos de los cursos no consistían en verdades universales, que las historias estaban sujetas a intereses que iban más allá de lo académico, que muchas historias distorsionaban y excluían, que había que demandar que la historia, la tuya pero también la mía fueran estudiadas, discutidas, documentadas. Allí me doy cuenta de que si yo no escogí ser homosexual, no  tenía que sentirme mal.

Cuán linda y paradisiaca puede ser la adolescencia dicen algunos. Cuán triste la alta tasa de suicidios entre jóvenes adolescentes con inclinaciones homosexuales. No me suicidé, pero lo pensé. Tendría alrededor de catorce años cuando por primera vez descubrí que sentía una atracción especial por los hombres., hasta reconocer que lo que sentía era una atracción sexual. Horror fue lo que sentí. De noche no sólo le pedía a Dios que me quitara “eso”, sentía el terror de ser descubierto, y allí empezó mi cuerpo a llenarse de llagas, a sufrir de problemas estomacales, a pretender que me atraían las muchachas, a llorar lleno de miedo mientras le pedía a Dios que me quitara “eso”. Nunca me lo quitó.

En Nueva York las discusiones religiosas no se limitaban a los discursos de reverendos de pandereta o sacerdotes ensimismados en ritos medievales, y quemas en el infierno. En Nueva York, al ponerme de frente los planteamientos de otras tradiciones religiosas sobre la condición humana, aprendí que mi naturaleza incluía la capacidad para desear hombres y que esta capacidad evolucionaría como ha evolucionado la especie y como evolucianamos los individuos. Ningún adulto percibe el mundo como lo percibe un bebé. Aprendí que no todos los católicos interpretan las palabras de Jesús de la misma manera, que no todos los reverendos de pandereta gritan y te mandan a quemar en el infierno, que ser ateo no excluye el poder ser un gran ser humano.

Para poder ser y participar en la vida de la comunidad no se tiene que tolerar los abusos ni permitir que nadie te grite, “adios linda”. Salí de la isla huyéndole a la homofobia, no a buscar nuevas ideas sobre las diferencias en la naturaleza humana. Nunca pensé que iba a encontrar recursos, ideas, caminos, espacios que incluían y fomentaban el conocer las diferencias sin que te enviaran al infierno. Terminé creciendo y apreciando quien yo era, descubriendo otras interpretaciones y planteamientos sobre la naturaleza humana, pude realizarme como un ser completo con diferencias en mis gustos pero no menos humano ni más pecador que los demás. Fue así cuando pude participar plenamente de la vida de todos nosotros, de la vida en comunidad. En Nueva York no tuve que contemplar el suicidio.

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