Con la llegada de la televisión entró a mi vida el programa
que transformó las expectativas generacionales, mi gusto por la música, y mi
ser:“El Club de los Teenagers”. Comenzó una nueva conceptualización del yo, con
sus implicaciones de conductas, cómo me vestía y en qué actividades
participaba. Mientras mis hermanos mayores aprendieron sus papeles
(comportarse, vestirse) en la plaza los domingos, después de la misa nocturna o
antes de la tanda del cine; yo los aprendí con Alfred D. Herger y su programa de
música y baile, específicamente dirigido a los jóvenes entre las edades de
trece y dieciocho años: El Club de los Teen Agers. Con su canción favorita,
cantada por la ya mítica Lucecita, "Soy rebelde por mi forma de....",
re-estructuró la conceptualización, crianza y coordenadas ambientales que
determinaban las ideas en torno a la crianza de esa nueve sub-especie.*
De pronto, empezaron a llamarnos teenagers y no muchachos o mozos, los términos que se usaban con las generaciones de jóvenes en las épocas que nos precedieron; nos convertimos en chicos “ye ye”. Allí, en aquel pueblo caluroso, árido, donde Palés sentenció, que hasta las piedras cogían fuego, el mundo de las generaciones, y las expectativas que se tenían en cuanto a su crianza, se transformaba. Aquel comportamiento de adulto en ciernes, esperado de los mozos, no cumplía con los mores, escalas de valores que surgieron después de aparecer ese nueva conceptualización de las edades del hombre: el adolescente. Toda una generación de padres fue tomada por sorpresa: "Ya su hijo está hecho un mozo, un hombrecito" fue reemplazado por un, "déjelo, lo que pasa es que todavía el es un tineyer".
Los teen-agers cambiaron el comercio o el comercio los cambió a ellos: ropa para adolescentes, al estilo de Troy Donahue y Sandra Dee. Cuántos jóvenes no se pasearon por la plaza del pueblo, a la usanza de cualquier high school americana, recreada por Hollywood: un pullover sin mangas, recorte “flat top”, kakis y zapatos “penny loafers. El calor no importaba, y en los meses de frio la temperatura bajaba a los 70 grados farengeheit, puro invierno del Caribe, razón para sacar los jackets e imitar a los chicos del norte. El comercio diversificó su mercancía para atender a esa nueva categoría homo sapiens, y sus gustos incluían las tocadiscos. Lo que por décadas habían sido aquellos enormes objetos en las salas ya no satisfacían a los teen-agers. Llegaron las portátiles.
Ahora se podía bailar a todas horas y en todos sitios sin tener que esperar a los bautizos, fiestas navideñas, bodas y cumpleaños. Y máxime cuando las portátiles llegaron acompañadas por las marquesinas en las casas, nadie quería tener un encerrado garaje donde escondían el carro. Las marquesinas servían para exhibir los últimos modelos, acabaditos de llegar de Detroit, y para organizar las fiestas de improviso: baile, rock and roll, bul (bebida donde se mezclaba de todo y se le añadían frutas enlatadas (frutas del norte, nada tropicales, excepto las naranjas) y sanduichitos rellenos de es "mejor ni acordarse", aquel embarre de sabores hechos a base de químicos que reemplazaban los entremeses criollos. A ningún teen-ager se le iba a ocurrir el servir morcillas y guineítos verdes.
Hacia esa misma época me regalaron mi primer tocadiscos. Una portátil que andaba conmigo cual mochila contemporánea, esas que todo el mundo carga en estos momentos. La alegría, sentimiento que todavía me causa miedo, "muchacho, no te rías tanto, que te puede pasar algo", me abrumó de tal manera que caminé a pasos largos por todo el pueblo con el pecho infladoo, contándole a todo el que conocía, que me habían regalado un tocadiscos. Y desde aquel momento, acompañado por mi portátil, tocábamos la música en las fiestas del Happy Friends Club, formado por teenagers solamente. Nada de adultos en aquel club. Y a poner en práctica los pasos de baile que aprendíamos en el Club de los Teen-Agers. Gracias a Alfred d. Herger, el maestro de ceremonias del histórico programa de la televisión puertorriqueña, bailábamos twist, rock and roll, baladas, cha cha, pachanga o el ritmo que estuviese de moda.
También bailaba solo, en mis sueños; enamorado a lo adivino. Soñaba despierto con mis amores: en mi habitación antes de quedarme dormido, en mis caminatas a la escuela, la plaza, el mercado. Bailaba frente a todo el mundo, mirándonos, llenando de envidia a quienes nos viera bailar. En las marquesinas y salas bailaba con mi mejor amiga, Guelin, como una hermana, vecina y compañera de clases, aquellos nuevos ritmos: “Ponte la falda plisa’ y la blusa colora’”, cantaba algún grupo de aquella época, y nos cantaba a nosotros, los nuevos miembros de una nueva sub-especie. Como buen puertorriqueño,siempre he bailado, excepto que en aquel entonces bailaba como teen-ager.
*(Para un estudio detallado sobre las edades y las generaciones, véase los libros de Phillipe Aries. Si el mozo era la primera etapa de la vida de adulto - se esperaba un comportamiento de adulto y es por eso que se vestían y comportaban como adultos, el adolescente/teen ager es un niño grande y se crea una cultura y comercio en torno a ese niño grande. Al reconceptualizarse las edades del hombre/mujer, se transforman las expectativas y se reformula lo que se les permite o no hacer; y para la sociedad, que en muchos casos no está preparada para este cambio radical en la cultura, las consecuencias pueden ser desestabilizadoras. Este mismo fenómeno se aplica a los cambios que hoy trae la búsqueda de los derechos por parte de los homosexuales.)