Wednesday, November 19, 2014

El Masaje de los Buenos Modales

El escritor, vecino de los anfitriones, fue testigo junto a la visita alemana de esta lucha de clases por asuntos de los buenos modales. Solo fueron testigos porque ni al escritor ni a la alemana los impresionan los falsos protocolos.

Uno de los personajers era un proletario, quien se vio obligado a aprender el manejo de los buenos modales; rígidos comportamientos que años màs tarde fueron usados por el segundo personaje -su amante burgués, izquierdoso de salón- para continuar el control sobre el pobre venido a clase media, quien  nunca pudo superar; mas bien, nunca pudo superar su dependencia del  control que otros ejercían sobre él, incluidos los buenos modales.

La mano izquierda sobre la falda era una copia exacta de una de las niñas pequeño burguesas americanas que estudiaban con Miss Prim and Proper, y para nada reflejaba la educación ni los modales que aprendían las estudiantes de la Maggie Smith en "The Prime of Miss Jean Brodie", y su muy europeo uso de los cubiertos, con ambas manos agarrando el cuchillo y tenedor. Cuando la Barbara Koester vio por primera vez al hombre de casi cuarenta años con aquella manito sobre la falda, preguntó - cinismo puro - si él ponía la mano allí para recoger las migajas.

Sonreír ante el comentario fue la mejor respuesta, incómodos movimientos de labios fueron seguidos por un postre y luego, una vez fregados los trastes, la lectura del cuento de Tennessee Williams sobre el deseo, la relaciones de clase y raciales entre un hombre blanco y un masajista negro. El cuento sirvió como principio del desenlace, el destape, la ruptura con los buenos modales. Al otro día, su primer paso fue el de negarse a poner la mesa.

-Coman ustedes que yo me sirvo luego-: dijo el proletario al vecino escritor, a la visita alemana, y a su amante burgués.

El escándalo formado por la gritería, comer juntos, sobre la visita alemana, el escritor y amigo vecino, el yo no soy cocinero tuyo, no soy sirvienta tuya, no soy, no soy, no soy esto y aquello terminó con la comida echada en la basura, los platos volando sobre la mesa, los reproches, los reclamos, cómo te atreves, eras un don nadie, eres, eras, eres, eras; y la visita mudándose a la casa del otro amigo gay, escritor solterón, donde se podían poner las manitos en cualquier sitio menos en ciertas áreas del cuerpo, a menos que fuese para un buen masaje de mutuo y consciente acuerdo.

Los deseos del masajista tennessiano y los del que recibía el masaje no ofrecían otros espacios, otros caminos, otras faldas donde poner las manos excepto en los cuerpos de ellos dos mismos. La pareja burguesa-proletaria se separó. Por aquellas vueltas circulares tan extrañas que da la vida, el burgués siguió buscando novios proletarios y el proletario continuó poniendo su manito sobre la falda.

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