"El mar revuelto, el clima borrascoso, los toscos y hoscos marinos con sus musculosos brazos, piel curtida por los azotes del viento, la sal, y el sol caribeño atemorizan a doña Fructuosa Rivera. No ha podido levantarse de su cama. salir de su camarote y relajarse durante el largo viaje entre las colonias españolas y las luisianas francesas. Su marido, el una vez pirata, y hoy, hombre de negocios ultramarinos, don Daniel Valleajado de Torres, pasa sus días entre páginas de contabilidad, contando las monedas de oro, y la supervisión de los contenedores que transportan la mercancía que el avaro y codicioso vende (¿roba?) por todo el Caribe y las otras tierras americanas. Doña Fructuosa, obligada por la historia, lo sigue sin protestar, teje y mira hacia el inmenso mar que la separa del mundo para la cual fue criada."
El principio del relato, su génesis, recrea una época anterior a la del viaje en el crucero, no aparece en el selfie del escritor tomado dos siglos más tarde en otro camarote, mucho más cómodo que el de doña Fructuosa, aire acondicionado, nevera y una despensa surtida con paté, galletitas integrales, frutas de todo tipo, licores y refrescos. Vestido a la usanza del siglo XIX: un traje de muselina que cubre el cuerpo, ajustado al torso con una amplia y pesada falda que casi toca el suelo, mangas que bajan hasta la muñeca y un cuello alto, bien alto, el escritor también mira hacia el trágico Caribe en camino a Nuevo Orleáns.
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