No me puedo explicar por qué sigues en mi memoria y en mis deseos; a veces, latentes; a veces activos. Quisiera poder haber bailado contigo; caminar como en un anuncio de perfumes franceses, de la mano por una paradisíaca playa; hablar sobre nuestras interioridades o burlarnos de las cursilerías de otros (nunca de las nuestras); sufrir y gozar la vejez juntos, con los males y achaques, la gota como Pancho el de Ramona. Sé donde estás y no puedo buscarte. Quizás es preferible el deseo sublimado a la realidad chocante. Quizás es preferible mostrar una vez más este diario retrospectivo de lo que fue mi primer gran amor.
El primer amor durante la adolescencia marca la memoria y las sensaciones, no se olvida: quizás por lo ridículo, quizás por lo sublime, quizás por lo complicado de las fuerzas que lo moldean. El mío fue por lo sublime, por lo revelador, por obligarme a aceptar que era homosexual, por enfrentarme a una vida donde ese amor no se presta para la armonía social y mucho menos religiosa. En el Puerto Rico de finales de los cincuenta y principio de los sesenta las fuerzas religiosas, culturales eran más poderosas que el amor mismo.
Fue en la universidad cuando por primera vez sentí que estaba enamorado, lo reconocí como un sentimiento real, acepté con dolor y trabajo lo que era una verdad absoluta, y me di el permiso de soñar con aquel de quien por primera vez me había enamorado. A lo adivino, pero de verdad enamorado. Callar y soñar eran mis únicos caminos. Vivimos juntos en el mismo hospedaje durante todo un año académico, nuestro primer año universitario. El tenia diecisiete años; yo, dieciséis. El nunca se enteró de cómo me sentía. Yo, cincuenta años más tarde sigo pensando en él. Allí en Ponce, en el hospedaje de Doña Esther, la libido se despertó como nunca antes.
No era la primera vez que me fijaba en otros muchachos; muchos años antes, la sensación ya había hecho su entrada, faltaba la claridad necesaria para poder identificar aquello como el maravilloso y dulce amor de un adolescente. No me atrevía ni reconocerlo y mucho menos cuando este amor era un amor homosexual. El terror y soledad que se siente frente a los primeros momentos cuando reconoces la homosexualidad llevan a muchos al suicidio, a las drogas, a la completa enajenación. Las sensaciones arropan y confunden; la realización y aceptación consciente sobre tan difícil y particular estado de la compleja sexualidad tardan en cuajarse.
Un amor clandestino es un amor prohibido; uno que mezcla los placeres, y cuyas interpretaciones del mismo conducen o a la rebeldía o al suicidio, a doblegarte o liberarte, a claudicar o a luchar. La fuerte y compleja sensación fue respondida con la separación. Abandoné el hospedaje y no volví a saber de mi primer amor. Estudie, encontré otros amores, y a compas del tango que veinte años no es nada, ni cincuenta tampoco, el flaco de mi juventud sigue en la memoria de los buenos recuerdos. Hoy, a la temprana edad de un sesentón, hacer público estas experiencias es una obligación moral y cultural, y quizás así ayudar a otros en situaciones parecidas a que ni claudiquen; mucho menos, se suiciden.
Wednesday, March 2, 2011
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