Creo que eran los Ángeles Negros o Mona Bell o Leonardo Favio quien nos acompañaba por el caluroso, aburrido y pretensioso pueblo de Ponce. Lo caminábamos arriba y abajo, un helado aquí o una dona allá. Diez y siete, él; diez y seis, yo. Acabaditos de salir de la pavera, la edad de las tonteras. Nos reíamos de nada y de nada hablábamos. ¿Qué sé yo? Los recuerdos engañan; y lo que queda es la sensación de placer o dolor. Los detalles no se graban tan fácilmente. Él jugaba beisbol. Yo pretendía que jugaba volibol. Él estudiada contabilidad. Yo, en la escuela normal. El, un chico burgués, graduado de exclusivo colegio privado con su futuro muy bien designado. Yo, un pobre egresado de una anónima escuela pública con un incierto futuro.
Por ser el menor del hospedaje, “Menor” era mi apodo. Y cuando el Flaco me llamaba, “Menor”, no era el apodo a lo que respondía, era al cariño de solidaria adolescencia que había en ese llamado, en ese nombre que por primera vez oía; nombre que no era ni para regañar ni para hacer mandados, como era usado el de pila en aquella otra casa, mi casa familiar de tantos haberes y limitaciones. Era para reconocer mi existencia e integrarme a un grupo de compañeros con quien iba a las mismas fiestas, pasadías en la poza de Juana Díaz; pasarratos en el bar donde me emborraché por primera vez, y donde por primera vez conocí un trago con nombre en inglés: Tom Collins. A Mayagüez fuimos a comer flan en el negocio de Bebo y en la playa de Ponce comimos mariscos con tostones, en un restaurante, al lado de la playa, junto a la brisa del mar. A la bolera íbamos a menudo. Recuerdos vagos alumbrados por el deseo de volver al pasado y recrear mis experiencias junto al Flaco. Recuerdos que enriquecen el haber vivido y el vivir hoy junto a ellos. Sin penurias ni vergüenzas, recuerdos de un gran amor; filtrado por la nostalgia, el deseo de volver a sentir el amor de un adolescente; a saber por qué.
Saturday, March 5, 2011
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