Sunday, March 6, 2011

Günter Heins, Los Ochenta y Llegó el Post Mortem - Modern

Conocí a Günter en Ciudad de México. A primera vista me atrajo su porte de poeta tipo beat, su ropa estrujada, sin peinar, su cigarrillo listo para caerse, en el borde de los labios; y su descarado atrevimiento: me dio un beso a las doce del mediodía en el patio del Museo de Antropología. Yo tan recatado, le dije, “aquí no”. De testigo tengo a las lenguas de las estatuas mesoamericanas; juro que fue en ese momento cuando adquirieron su verdadero significado; y cuando juraron que nunca más las guardarían.

Después de aquel día, cada uno tenía planes distintos: él pensaba viajar hacia los Estados Unidos para regresar Alemania y yo iba en camino a Yucatán. Ni él, después de llevar unos cuantos meses deambulando por México, regresó a Alemania – regresó mucho después (un ir y venir que duró diez años) – ni yo continué hacia Yucatán. Nos fuimos en bus hacia Veracruz, a quedarnos en un hotel que le debía estrellas a cualquier guía de turistas, con puertas que no llegaban al piso; por donde entraban y salían ruidos, aullidos y gemidos que acompañaban a las servidoras sexuales que por allí venían con sus clientes, y a nuestra lujuria; nuestra insaciable lujuria.

Nuestras ideas concordaban; nuestros gustos por la literatura concordaban; nuestro deseo el uno por el otro concordaba. Lo que no concordaba era nuestra capacidad para ser amados con armonía. Diez de años de relación intensa, y diez años de luchas irresolutas. Luchas que no eran producto de las ideas sobre el arte, la política, las relaciones humanas fuera de la nuestra; eran producto de nuestra incapacidad de amar sin condiciones. Él, un ser muy libre. Yo, un controlador sin límites.

Nos tocó vivir la peor década del Sida, y ser testigos de lo que estaban padeciendo algunos de nuestros mejores amigos, morir lenta y cruelmente: la medicina no sabía qué hacer, ni sabe todavía pero hoy está mejor preparada. Fuimos testigos del lento deterioro y sufrimiento que Frank, Joachim, Paul, Gary, Guillermo, Michael, Albert (por nombrar los más cercanos) enfrentaron durante ese terrible periodo. Cuando en el mil novecientos noventa y tres me llamó Bárbara para decirme que Günter también había muerto, el vacío y dolor que sentí todavía no se ha apagado. Cuando se quiere a alguien de veras no se olvida el dolor, se aminora y se armoniza, pero el espacio que llenaba esa persona no puede ser rellenado. Quedan las alegrías y las penas, y el agradecimiento de haberle conocido. El dolor de no poder envejecer juntos reaparece y enfurece.

Hijo de la guerra (su padre fue soldado en la misma), al igual que otros alemanes de su generación, le tocó enfrentarse a los demonios que le dieron pie al genocidio, racismo, nacionalismo que fomentaron la invasión de otros países y el exterminio de judíos, gitanos, homosexuales. Una generación representada por algunos cuyas voces no negaban lo que ocurrió y que usaron esa funesta gesta para plantearse quiénes eran, cómo, y a criticar sin miramientos todo tipo de postura ideológica y exigir una sociedad más justa y equitativa. Conocer a Günter me llevó a conocerlos y aprender de ellos. Más de una vez, mi cómoda vida de pequeño-burgués-socialista de salón fue transformada por esa experiencia y por esos jóvenes.

No más llegar por primera vez a Alemania, a principios de los ochenta, fuimos a visitar una comuna de hombres gay que vivían en una finca, en una aldea a dos horas al norte de Frankfurt. Allí verdaderamente aprendí lo que era compartir. Nadie era dueño de nada y quien primero agarrara el suéter, cepillo de dientes, cama se apoderaba del mismo, lo usaba, lo soltaba, y así seguían sus usos y deslindes. La comida era de todos y para todos; incluyendo a las visitas que continuamente entraban y salían de la antigua casa. Por las puertas también entraban algunos animales de la finca: cabros, ovejas, gatos y perros. Los platos sucios eran dejados en el fregadero, pasaban los días y los platos se acumulaban hasta que alguien sin protestar los fregaba. Visité otras comunas (casi todos vivían en grupos) y unas más anárquicas que otras pero todas dentro de un marco de libertad y respeto mutuo. Claro, no negaban decir la verdad como la sentían, y en esos grupos, esas verdades eran analizadas hasta más no poder.

Si la generación de Günter en Alemania se vio obligada a enfrentar los demonios del nazismo, la nuestra en Nueva York tuvo que mirar de frente a la epidemia del siglo: el Sida. Y aquellas experiencias en Alemania me servían para entender y mirar de frente lo que acá estaba forjándose. Marchar, asistir a reuniones de grupos de apoyo, visitar amigos en los hospitales, ayudar a otros a cuidar a sus amantes, darle cara a los homofóbicos en el trabajo, en círculos de amigos de ideologías progresistas - de la cintura para arriba - se convirtieron en tareas muy comunes entre muchos de nosotros; y a unos cuantos tuve que tolerar, oír y contrarrestar sus prejuicios.

De Alemania a Nueva York y de Nueva York a Alemania el post modernismo vino acompañado por el post mortem, y de unos esquemas que han servido de base para seguir apreciando la vida y el papel de la muerte. (to be continued)


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