Monday, January 13, 2020

VEJESTORIOS EN SELFIES

Enfoca en una sensación; meta: lograr que sienta la presencia del sujeto retratado. Tiembla por dentro, escoge, reduce, colorea los labios y obscurece la panza setentona, disuelve las arrugas; recorta lentamente, edita, elimina el espejo; solo deja sobre la pantalla los ojos con su mirada insegura, a la vez, auscultativa, directa. Envía por correo electrónico. Espera respuesta. Suena un timbre. Presiona el enlace. Lee: "¿Qué carajo es esto?". Contesta: “Mi vista”. 

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No es una toma de un hombre mayor corriendo, ejercitando su cuerpo, comiendo comidas sanas, tomando miles de litros de agua, participando de todas las actividades programadas para los lindos viejitos, los buenos y tiernos ancianos. No, no es una foto de una idealizada vida llena de amor puro; ni la de un sabio entrado en años, con sus barbas blancas, ojos amables y sonrisa comprensiva y tolerante. Es la foto de alguien sobre una cama, casi inmóvil, mirando al techo, convencido de que no se tiene que levantar y que a su memorable edad puede quedarse acostado todo el día, toda una eternidad, sin que nada cambie, aunque todos los jóvenes anden preocupados por causa del mismo deseo: tomarse un selfie el día que deciden no levantarse.


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Casi cuarenta años pintando retratos de vuestra cara, cuerpo, las entrañas, disfrazado de joven renacentista, primero; de San Pablo, después. Estudias, disecas cadáveres, revives fantasmas, y registras cada uno de los movimientos de todos nosotros, los que continuamente nos retratamos contigo, por fuera y por dentro, proyectamos nuestras caras, y vestimos con perlas a nuestros sombreros.

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En los ojos inseguros, esperando el ataque, està retratada la historia. Con la sonrisa trata de agradar; no saluda a nadie en particular. “Quiéranme, por favor”, parece decir. Los cachetes lucen rígidos, petrificados por los controles que durante siete décadas han servido de herramienta, armadura, sostén de un cuerpo listo para derrumbarse en cualquier momento, soltar todas las defensas y dejarse fluir con la historia. El selfie protege al cuerpo que tanto teme desaparecer,

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Tanto brillaban las lentejuelas, los relojes y pulseras, que los invitados no tenían necesidad de prender la luz, y podían ser filmados desde el quinto piso, otra ventana, al cruzar del patio interior, en un tenuemente iluminado y solitario apartamento, servía para encuadrar la cara del hombre mayor: se retrataba mientras tomaba una copa de algún licor; celebraba junto a sus vecinos del frente; sirviendo ellos y la fiesta de fondo para su selfie de despedida de año.  

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Cada camisa, calzoncillo, pantalón, calcetín, zapato, pañuelo, suéter cuenta una historia, una en particular. Cada -ese- momento grabado recuerda, pregunta: "¿Qué vas a ponerte un suéter amarillo porque vas a marchar? ¿Una marcha gay? ¿Qué prefieres no tener que ponerte un traje de etiqueta, y menos antes de caer la noche porque eso es gusto de mestizos arribistas? ¿Qué te pones calzoncillos de pata desde que los testículos empezaron a caerse todo el tiempo y se salían por los lados de los jockeys? ¿Qué te causan irritación? ¿Qué no importa si te excitas porque ya casi no encuentra oportunidades para que se pare?" El selfie del clóset recoge historias y el perfil de una cara "curada de espantos", madurada, tranquila y feliz, que observa su armario abierto, completamente abierto.

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El fondo de la foto no muestra, pregunta: “¿Qué hago aquí?”; mueve al observador hacia un calentador de agua, la ducha antigua, mohosa, una toalla con flecos amarillentos, descoloridos, que rozan unos azulejos despintados por la edad, y enfilan la vista hacia un algo opaco espejo de baño, encuadrando otra imagen: una nalga fofa, pėrdida de masa, desnuda reposa sobre el borde del inodoro. La foto fue tomada usando un lente para paisajes amplios. 

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Sin callos, las huellas que el roce con la piel ha dejado sobre las líneas, las que tienen escrito el futuro en la palma de la mano derecha -la que tanto placer ha dado- marcan, retratan, y a su vez son retratadas, el pasado de un encogido pene.

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En palabras de la muy pragmática voz de la psicología norteamericana, "reality check" es lo que obliga a retratar y comparar. La todavía lozana, ligeramente coloreada por el sol del verano y blanqueda por el invierno, cara, sin arrugas notables, con sus canalitos y desbordes de piel por los lados cercanos al cuello, explorados por el leve toque de las envejecidas manos, cuestionan los esquemas que juzgan el lucir; plantean problemas estéticos (no puedo ponerme cuellos tortuga), románticos (nostalgias y boleros), éticos (cirugías plásticas, jamás), y muchos otros, muchos otros asuntos de la tercera o cuarta edad. Archivo la foto en la nube. 

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La primera no puede ser considerada como un selfie: en un laboratorio, tomada por unos entes anónimos ínterconectados entre sí, y con una enorme estructura que podía retratar microscópicamente. Vestidos de blanco, con sus voces genéricas y cuerpos parecidos, en continuos y diversos movimientos, ordenaban a  otros cuerpos electrónicos que hacer. Enorme cámara en mano, desde la pantalla de un ordenador retrataron al virus que una vez bautizaron unos gays en la Calle 23 y Avenida 7ma con el nombre de Elvira.

La segunda, un selfie en propiedad: el aniversario, treinta años más tarde, registra una transformación: desde el tope de la foto, con una cara mucho más experimentada, relajada, curtida por el tiempo, madurada a golpe del estudio de los obligados autoretratos, observa un sobre abierto que está sobre su falda. El una vez infectado, hoy asesino de viruses, evita mirar directamente a la cámara, estudia el fragmento que sale del sobre: una lámina negra muestra bolitas, líneas, luces y espacios obscuros; la ausencia de Elvira.

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Prohibido el no compartir esta foto de mi cuerpo levitando, este sentido del yo más bello, más puro, más fino, totalmente depurado de valores y expectativas mundanas. Me elevo por las calles sin aceras de Santurce, sobre sus charcos de aguas negras y deambulantes (así le llama la historia oficial de este país de encantos, desencantos y cantos de sirena, canto de país, país a medias, a los que no tienen ni en que caerse muertos). Floto sobre los abandonados por los otros, los buenos y caritativos, los que le “da pena” (la pena mata, me decía mi querida hermana), y que también se elevan sobre los pobres, los negros, los putos y patos de La Quince. Levito cual Terence Stamp en Teorema sobre hombres y mujeres, santos y demonios, amos y criados, poetas y pintores, editores y correctores, gatos y perros, mierda en la calle y los hambrientos que hacen fila para comer una vez al día en el Santurce de Nechodema y Cortijo y su Combo. Rozo, levemente rozo a los de abajo.

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Desnudo, panza, canas, arrugas, tetillas caídas, pies descalzos, sonrisa, ojos de mirada profunda e inquisitiva, dinero, muebles: materia casi ausente, diluida entre las luces que alumbran la bañera. La mezcla de rayos emitidos por la bombilla en el techo y las que bordean el espejo del botiquín, con sus fuertes destellos, despojaron al cuerpo de su substancia, posesiones y orgullo, para transformarlo en un ser de pura luz eléctrica. Lo retrata. 

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Quienes se atreven a escarbar en los terrenos de la imaginación para indagar sobre las razones que los llevan a tomarse un selfie, usan la foto para conocer si su cuerpo concuerda con su sentido de quiénes son en ese momento o por qué, a la tardía edad de setenta y pico de años, se ponen las gafas de moda, la gorra de pelotero con las visera de medio lado, pantalones capri y una camisa de reguetonero, posando con un grafiti de fondo: lienzo urbano.

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En el dedo meñique está escrita la historia: hoy sobresale, no toca la copa; muchos años atrás agarró un vaso, hizo lo mismo. La burla quedó grabada, y por años el meñique era el primero en esconderse hasta que la contracultura, las guerras anti-homofóbicas, y un rechazo a todo modelo pequeño burgués del comportamiento y los buenos modales sirvieron para dejar que una vez más, el meñique se atreviese a alzar y exhibir su cuerpo, su alma, su historia. Lo retrata cuando se separa de la copa.  

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Frente a la cámara: cualidades de animal y vegetal, cuyos actos han sido modificadas por la historia, en continua pose, se pierde entre las tonalidades grises que cubren la panza, usa la luz para enfocar en los sensuales labios, morunos ojos; busca poseer. Eso espera. Duda, retrata, edita.

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La yema de un dedo explora contornos, huecos; escoge el estrechamente ligado al génesis; otra yema presiona, flash, graba con un “close-up”  el cráter microscópico; vestigio de la primera separación amorosa. La variedad de ombligos retratados y presentados en la red comprueba que muchos son los que miran su centro, y se atreven a exhibirlo con fotos retocadas; todos retocados.




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