Thursday, January 9, 2020

RETAZOS DE AMORÍOS EN SELFIES


El selfie que muestra la cara asombrada, algo desubicada, de un pretendido por el fotógrafo/cronista/pretendiente, revisando los distintos selfies, desde el #2 añadido a la foto de la composición original del cuadro Doña Fructuosa, hasta los que trasgreden la obra, recreando lo narrado en la misma, con sus personajes revertidos y travestidos, dos siglos más tarde convierten al espectador en un sujeto integral de la pintura más allá de lo pintado en el s.XIX en Lima; logran absorber y, a su vez, confundir el espacio real del presente con el mundo criollo del s.XIX, creando la ilusión de estar dentro de existencias y tiempos convergentes. Después de familiarizarse con la colección de selfies que exploran y expanden los límites del cuadro Doña Fructuosa, y haber recibido fotos #11, 12 , -1 del pretendiente, el pretendido prefiriò no volver a ser retratado por el pretendiente y le dejó saber que estaba enamorado de un oso. 


El relato mixto, selfie/texto #2, recrea un entorno distinto al que dos siglos más tarde es armado en un camarote cuyas comodidades contrastan radicalmente con el que doña Fructuosa describió, y desde donde escribió sobre sus vajes por el Caribe en una goleta de piratas; sin los lujos del camarote en el del s.XXI: aire acondicionado, nevera y una despensa surtida con paté, galletitas integrales, frutas de todo tipo, licores y refrescos. Rodeado de comodidades que no salen en la foto, el fotógrafo/cronista/sujeto viste -a la usanza del siglo XIX- una copia del traje con el que doña Fructuosa es retratada en el cuadro con el mismo nombre: una capa de muselina que cubre el cuerpo, ajustado al torso con una amplia y pesada falda que casi toca el suelo, mangas que bajan hasta la muñeca y un cuello alto, bien alto. De fondo el mar en un muelle de Roatán. Darle continuidad en otros ambientes a la historia que la pintura Doña Fructuosa cuenta, a la vez que la desdobla en el selfie que muestra una versión de la obra representativa del Barroco Criollo, con personajes y roles invertidos. 


“Que buscas un amante que te sirva de colchón y de peluche, atrevido, gordofilo empedernido” decía  la nota que acompañaba la foto del pretendiente -un hombre maduro, espigado y con un cuerpo delineado por el gimnasio-, en respuesta al correo que había recibido, un “Dear John email", despedida, enviado por el pretendido, ni tan joven ni tan maduro: “tengo buenos recuerdos de ti”, y, por aquello de imprudencia, anexó un selfie, mostrando su pelo enrizado, ojos morunos y morocha cara sonriente, posando al lado de una imagen tomada de la revista especializada en osos latinoamericanos. 


Soprendida, la cara del destinario delataba su incredulidad: la foto del vello púbico rasurado mostraba un pene más grande que el una vez conocido de frente, acariciado y servido como fuente de placer. Decidió responder con un selfie. Filmó su sorpresa y asombro: boca y ojos abiertos, párpados expandidos, hasta el punto que las pestañas parecían estar tocando los bordes de la piel, e incluyó en su selfie la foto del pene rasurado, poniéndola al lado de su cachete izquierdo. Nunca fue lo que se conoce en la jerga gay como una “size queen”, y el tamaño de los penes no eran su norte. Junto a la foto escribió un mensaje: “No me envíes selfies de pingas. Me enamoré y desenamoré de ti  por otras razones.” 


En el arte del antiguo Egipto el vello púbico femenino era representado en forma de triángulos negros. Al "David" de Miguel Ángel le rasuraron parte de su vello púbico.  Francisco de Goya protege, tras un velo, el vello púbico de su maja; y en "El origen del mundo", Gustave Courbet pinta el vello de una mujer en un primer plano. Ninguno recreó o registró su propio vello púbico. Con los teléfonos inteligentes todo aquél que así lo desea puede retratar, representar los pendejos en sus distintos tiempos: de negros y voluminosos a -pendejos al fin- ese momento cuando, escasos y descoloridos, se cansan, pierden volumen, y empiezan a desaparecer. O, como en este caso, al ser afeitados para un selfie, cuya fecha no puede ser fácilmente identificada, logran con su ausencia un cambio de perspectiva: aumenta el tamaño del pene; y destapa el narcisismo e intenciones del sujeto: si se gusta a sí mismo, le gustará al destinatario recibir una foto sin pelos.

# XI: EMBRUJO

"Te aspiraré siempre, oleré todo el cuerpo" inhala: un brujo, trabajo espiritual, hechizo concretado y transmitido por el flash, dedo, sensación, intención, imagen de la pronunciada nariz. La retrata. "Pinocho, Pinocho": azuzaban en años tempranos, escuelas primarias. Embruja, atrapa cual personaje de Sūskind, se apodera del pretendido; reduce la función del selfie a su esencia y logra la meta: huele al otro, lo posee y siente un escalofrío.

El selfie incluía un mojón como los que aparecen en las fotos tomadas en cabinas de feria -en sí mismos, copias de los que indican en las carreteras los kilómetros: amarillos, azules, rojos-, que eran usados por los fotógrafos ambulantes hasta los sesenta del pasado siglo, viajando de fiesta patronal en fiesta patronal, como "props” para comunicar distintos  mensajes: “te quiero, a mi madre, para ti, soy tuyo”. Cincuenta años más tarde, el mojón del selfie, hecho en casa, color anaranjado, tiene un mensaje escrito en mayúsculas y negritas. El sujeto en la foto agarra con la mano derecha el móbil, se restrata: un hombre cuyos ojos lucen asombrados, un cuerpo recto, rígido, estirado, una cara seria, el pelo negro azabache aplastado con brillantina, viste una camisa blanca almidonada, planchada a nivel de filo de navaja, y un cigarrillo que le cuelga del borde de los labios, la mano izquierda descansando sobre el mojón que dice: "No me olvides".


La foto pedía que quien la mirara no redujera su observación  a lo estético, entornos o épocas sugeridas. Pedía que entraran en ella, exploraran las interioridades del sujeto/fotógrafo retratado, motivos, asociaciones con sus propias vidas; incluyendo a quien fue dirigido el selfie. Ese tercer sujeto (o segundo, de ser él quien lo juzga), sabe si la foto dice que la separación entre ellos se ha completado o no; si deseaba estar de nuevo en sus brazos o si la ansia no era ya sentida. La cara con la sonrisa monalizada fue grabada en el selfie desde un ángulo que también incluyó un tercio del pecho, y en la parte de atrás, el espejo de piso mostrando un reflejo de la ancha espalda y sólidas y bien contorneadas nalgas. El trípode no logró enfocar la cámara para que salieran las piernas.


Desde las fotos tomadas durante los años previos al Stone Wall, hasta los retratos de amoríos más recientes, cubren la pared detrás de la cara arrugada, esculpida por los recovecos de la identidad: procedencia de clase, étnica, color de piel, acento, nivel educativo, libros leídos, deseos, cumpleaños, graduaciones, bodas, bautizos, fiestas patronales en caseta de fotógrafo ambulante-pre-celulares, antiguas, manchadas junto a selfies impresos en papel de cartas, recogen cada eslabón entrevidas; rellenan la memoria. Los últimos, selfies, discretamente tomados en el bar dirigen la vista hacia la gente sentada en las dos mesas que están detrás del sujeto autoretratado, en espera de un pretendido: 1) el pretendido se acerca a la mesa compuesta por hombres gays, incluyendo al fotógrafo/cronista/pretendiente, los saluda, les dal espalda, mueve y saluda a un grupo de gente aparentemente hetero, que está a menos de tres pies de distancia, no presenta a ambos grupos. Va y viene entre las dos mesas y dice dos o tres bobadas: un tipo simpático en busca de un "ese tipo es bien chévere", solidario entre mesas. 


Nunca está quieto. Viaja continuamente, no para, por todo el mundo y sólo envía fotos personales. Él en el centro, frente a los monumentos que usa como referentes: Roma, una fuente; París, las patas de la Eiffel; Madrid, el AVE en Atocha rozaba su cara; Cuba, un helado de Coppelia sin la Alonso; San Juan, cual virgen en nicho, en la Garita del Diablo; Nueva Orleáns, junto al trasnochado tranvía, bajo el nombre del tenesiniano vagón, con la cara marcada por la búsqueda, tratando de satisfacer un deseo. 

# X: LA DESPEDIDA

Cuando se fue sin despedirse, un beso en el lado izquierdo del cuello y una salida apresurada, evitó la foto, el retrato donde en ese momento una vez más hubiese reafirmado su placer, una sonrisa, al estar juntos, de nuevo juntos. El selfie sella el fin, inesperado cierre de un ciclo que no tuvo ni grandes dificultades ni batallas y convenios de paz románticas. Una relación muy armoniosa, llena de comprensión y tolerancia; bordeaba en un control psicosocial, en un modelo de comportamiento algo parecido a los tipos conocidos como "pasivo agresivos", tratando de proteger lo que nunca se solidificó. Un “close-up” muestra el asombro de una cara ante la partida súbita del otro -quién se fue sin incluirse, a la vez que no indicaba si terminaban por completo- y la realización frente al lente de que la foto no iba a contar la historia completa; mucho menos la de un hombre muy seguro con su vida, amante, trabajo. Años más tarde la foto era el pasado, archivada digitalmente bajo el nombre de cuna del otro: un selfie numerado dentro de una serie con un final y una despedida.


Doña Fructuosa fue retratada en un gran salón de algún palacio barroco en Lima, jugando un papel protagónico, junto a otras figuras situadas en primer plano, representadas a tamaño natural: una pintura realizada al óleo sobre un lienzo de grandes dimensiones; formado por tres bandas de tela cosidas verticalmente. El punto de fuga de la composición se encuentra en un foco de luz que está cerca de un personaje que aparece al fondo abriendo una puerta y un espejo que refleja las imágenes de dos señores con piel color cobrizo, pelo negro y ojos oblicuos, vestidos con ropas europeas de la época. Con esta técnica el pintor (de acuerdo a algunos críticos, el hombre abriendo la puerta es el pintor de la pieza) consigue hacer recorrer la vista de los espectadores por toda su representación, para sugerir, de acuerdo a algunos historiadores, que lo que el cuadro suponía representar no era tanto un retrato familiar; mas bien, era una premonición de los eventos que vendrían después. En el lado izquierdo, ángulo inferior, de la pintura se observa un lienzo recostado sobre una pared que reproduce lo representado en el cuadro “Doña Fructuosa”, y sobre parte del mismo, dos siglos más tarde, el fotógrafo del selfie añade su perfil y el de su último pretendido, y los sobreimpone sobre las caras de los dos sujetos cobrizos. Retrata la nueva composición: una foto transforma el original. El pintor anónimo de principios del siglo XIX se anticipó al realismo de la fotografía; y abrió el camino para que el fotógrafo del selfie reinterpretara el cuadro; reconstruyera la historia. 

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