La señora con presencia consagrada, sacralizada, santificada, ensalzada, enaltecida por la gracia divina, preguntó con voz suave y redentora si el escritor iba a la iglesia.
-Voy -respondió el escritor (el escritor era yo).
-¿A cuál? -preguntó la señora-. Su voz pausada, con el tono de sumiso sacerdote católico.
-Depende de mis intenciones y el sitio.
Medio asombrada, la señora: -Pero no se debe ir de iglesia en iglesia. No todas son iguales.
-No lo son. Cada una representa una versión y época distinta del cristianismo. Si voy por el Oriente Medio visito las ruinas de las primitivas, aquellas donde todavía no tenían ni leían los Testamentos, no había reverendos u obispos, ni le eran fiel a los políticos. Cuando estoy en España o Italia visito las románicas, pues usted sabe que con ellas fue que los politiqueros y buscones disfrazados de santo reafirman el junte entre Iglesia y Estado. En Francia, Galicia, Alemania paso horas en las góticas, me elevo con los vitrales, torres y música, casi toco el cielo. En Guayama, la neo-clásica, porque allí los burgueses del pueblo se sentaban al frente y los pobres atrás. De todas esas iglesias y espacios para ejercer cultos, la que recuerdo con más gozo -aquí la señora esperaba que yo levitara- es la sala de la casa de mamá. Todos los miércoles por la noches se juntaban dos o tres vecinas, rezaban el rosario, y después de persignarse por última vez, servían chocolate con queso Gouda añejo, acompañado por galletas de soda, Rovira export soda, y sin mucho sentimiento de culpa, formaban tremendo bochinche, hablando de todo el mundo en el pueblo. Llenas de gozo.
La señora no dijo nada más. Sonrió, se despidió cortésmente y corrió a ver en la tele a la Doctora Polo, que en ese día iba a usar un babalawo para ayudarla a resolver un caso, y antes de comenzar el juicio citaría a Kierkegaard: "Un cínico es una necesidad existencial".
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