"No se atrevan a hacerle mandados a nadie sin que hablen conmigo primero, que usted no es muchachito de mandado de nadie": era la orden que mamá nos daba. Y todavía hoy, esa orden debe seguir vigente. Haber tenido que enviar sus hijas donde parientes para que se las ayudaran a criar por causa de la extrema probreza, no pudo ser fácil, mucho más cuando no las pusieron en la escuela y las usaron como niñeras o peón de finca.
El periódico español, El País, ha estado publicando una serie de reportes sobre los niños esclavos en Latinoamérica, delatando un problema que va más allá del Cono Sur o de los países pobres. Cuántas veces no nos encontramos con el paternalismo típico del “gentil hombre”. Muchas, y muchas veces lo callamos.
El periódico español, El País, ha estado publicando una serie de reportes sobre los niños esclavos en Latinoamérica, delatando un problema que va más allá del Cono Sur o de los países pobres. Cuántas veces no nos encontramos con el paternalismo típico del “gentil hombre”. Muchas, y muchas veces lo callamos.
En un “college”donde trabajé, unos profesores, simpáticos como nadie, enviaban a sus estudiantes a que le buscaran café, o usaban el “student aid” como muchacho de mandados. Estos artículos y este comportamiento de los profesores me trajo a colación la muy directa y contundente orden que mamá nos daba.
La orden no procedía de una mente poco solidaria o generosa. Al contrario, otros (primos, compadres, antiguos vecinos del campo) eran recibidos y hospedados en el muy viejo y deteriorado ranchón de madera de cuatro cuartos sin puertas, divididos por cortinas de cretona, con una letrina, fogones de carbón y baño al aire libre en el patio (gracias a las escupideras los más chiquitos no teníamos que usar la muy peligrosa letrina), rodeado de casas mucho mejor puestas y vecinos de clases medias.
Eran las últimas décadas, los cuarenta y cincuenta, del Puerto Rico rural y en aquel ranchón, como si hubiésemos tenido una mansión, se le daba albergue a otros pobres o jibaros más necesitados. Pobres sí, jíbaros sí, pero no éramos ni muchachitos de mandados, ni nos iba a entregar como hijos de crianza. Ya había entregado sus dos hijas mayores a unos parientes mas pudientes economicamente, para que se las ayudaran a criar y las consecuencias no fueron de su agrado.
Cuando vio que solo se las habían llevado para usarlas como sirvientas, que nos las iban a enviar a la escuela, las fue a buscar y se las trajo para la casa. Les creyó, que le iban ayudar a criar a sus hijas y se dio cuenta que no, que los buenos pequeños burgueses del pueblo no eran tan bien intencionados.
La miseria que vivían los hijos de picadores de caña, los jíbaros y los más pobres en las zonas urbanas de las islas de los encantos los obligaba a buscar ayuda con la crianza de sus hijos. En los periódicos aparecen continuamente relatos muy trágicos sobre los “restaveks” del mundo: Haití, República Dominicana, Paraguay, Colombia, México, Ecuador. Excepto en aquellas ocasiones cuando son casos excepcionales, lo que no cuentan los periódicos es cómo la mentalidad del bueno y caritativo pequeño burgués sigue, en muchos casos, activa en el mundo industrializado, sus escuelas, universidades, y en alguna que otra institución que le sirve a los pobres.
No dudo que aquellos profesores (todavía se me paran los pelos cuando me acuerdo; por cierto, le llamé la atención a uno de los citados colegas y como respuesta, se echó a reír) no se hubiesen atrevido a envìar sus pupilos en Columbia University o Harvard a que le hiciesen mandados. La relación entre el burgués liberal y los pobres no se resuelve con discursos políticos o académicos solamente, hay que fijarse en el detalle. Y ese detalle, el muchachito de mandados, sigue por ahí en las mentes y actos de muchos.
La orden no procedía de una mente poco solidaria o generosa. Al contrario, otros (primos, compadres, antiguos vecinos del campo) eran recibidos y hospedados en el muy viejo y deteriorado ranchón de madera de cuatro cuartos sin puertas, divididos por cortinas de cretona, con una letrina, fogones de carbón y baño al aire libre en el patio (gracias a las escupideras los más chiquitos no teníamos que usar la muy peligrosa letrina), rodeado de casas mucho mejor puestas y vecinos de clases medias.
Eran las últimas décadas, los cuarenta y cincuenta, del Puerto Rico rural y en aquel ranchón, como si hubiésemos tenido una mansión, se le daba albergue a otros pobres o jibaros más necesitados. Pobres sí, jíbaros sí, pero no éramos ni muchachitos de mandados, ni nos iba a entregar como hijos de crianza. Ya había entregado sus dos hijas mayores a unos parientes mas pudientes economicamente, para que se las ayudaran a criar y las consecuencias no fueron de su agrado.
Cuando vio que solo se las habían llevado para usarlas como sirvientas, que nos las iban a enviar a la escuela, las fue a buscar y se las trajo para la casa. Les creyó, que le iban ayudar a criar a sus hijas y se dio cuenta que no, que los buenos pequeños burgueses del pueblo no eran tan bien intencionados.
La miseria que vivían los hijos de picadores de caña, los jíbaros y los más pobres en las zonas urbanas de las islas de los encantos los obligaba a buscar ayuda con la crianza de sus hijos. En los periódicos aparecen continuamente relatos muy trágicos sobre los “restaveks” del mundo: Haití, República Dominicana, Paraguay, Colombia, México, Ecuador. Excepto en aquellas ocasiones cuando son casos excepcionales, lo que no cuentan los periódicos es cómo la mentalidad del bueno y caritativo pequeño burgués sigue, en muchos casos, activa en el mundo industrializado, sus escuelas, universidades, y en alguna que otra institución que le sirve a los pobres.
No dudo que aquellos profesores (todavía se me paran los pelos cuando me acuerdo; por cierto, le llamé la atención a uno de los citados colegas y como respuesta, se echó a reír) no se hubiesen atrevido a envìar sus pupilos en Columbia University o Harvard a que le hiciesen mandados. La relación entre el burgués liberal y los pobres no se resuelve con discursos políticos o académicos solamente, hay que fijarse en el detalle. Y ese detalle, el muchachito de mandados, sigue por ahí en las mentes y actos de muchos.
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