Mi primera cuarentena, el Sida, no exigía grandes segregaciones físicas. A principio, hubo quién pensó que había que enjaular a los homosexuales; otros gritaban que los gays estaban siendo castigados por sus aberraciones sexuales, y unos pocos que dejaron de saludar con los cachetes y besos; temerosos, extendían las manos. En países de corte comunista o dictaduras de otro tipo, los pacientes fueron puestos en cuarentena por un largo tiempo, sin idea de si iban a salir de nuevo a la calle o a sus casas. Ante aquella pandemia, los que éramos parte de la narrativa asumimos distintas posturas: desde las iniciativas médicas, sociales, sicológicas y políticas, armadas por los hombres gays para cuidarse unos a otros, hasta el extremo opuesto, suicidios. Aquella etapa que no era vista necesariamente como una, nos preparó para una seguna pandemia, el Coronavirus.
Cuando me enteré que había estado en contacto con el vih, tuve la suerte y el apoyo de mi círculo de amistades. No puedo decir lo mismo de la gente con quien trabajaba, pero ellos no eran muy distintos al resto de la población. Desde el 1982, con la enfermedad y muerte de mi primer y gran amigo Frank, que fue seguido por unos cuantos más -el último se suicidó no hace mucho-, las características de las etapas que describen cómo responder ante una cuarentena han cambiado. Esta vez no hay que aguantar la hipocresía y paternalismo que pasa por diplomacia entre muchos “liberales” en la academia, ni son los homosexuales la causa de la enfermedad. Distinto a mi primera pandemia, no tengo que vivir dos vidas: la doméstica rodeado de enfermos, hospitales, grupos de apoyo, y la profesional, rodeado de heterosexuales, con tonos y voces solidarias, pero faltos de consciencia.
Dice Santa Teresa de Jesús, en un momento muy obscuro de su vida, que “bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte”. Esa “sombra de muerte” asusta, no siempre igual, pues nos enfrentamos a ella de distintas maneras, crecemos (espero) y le damos cara al entorno, que puede o no ayudar a bregar con la “sombra de la muerte”. Qué alegría saber de un sobrinonieto, ya casado y dueño de una finca en los EEUU, que me llama para decirme que si necesitaba ayuda con la compra o ir a una cita, que sus amigos en Puerto Rico están dispuestos a “darme una mano”, o la amiga, madre y abuela bastante ocupada, me escribe un textmssg y se ofrece para hacerme la compra o el amigo poeta urbano, que me visita después de su trabajo y me trae la cerveza, el vino, el canabis. Ellos muestran lo fluido de las “sombras”, son la luz que las controla, reduce, desplaza.
Dice Santa Teresa de Jesús, en un momento muy obscuro de su vida, que “bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte”. Esa “sombra de muerte” asusta, no siempre igual, pues nos enfrentamos a ella de distintas maneras, crecemos (espero) y le damos cara al entorno, que puede o no ayudar a bregar con la “sombra de la muerte”. Qué alegría saber de un sobrinonieto, ya casado y dueño de una finca en los EEUU, que me llama para decirme que si necesitaba ayuda con la compra o ir a una cita, que sus amigos en Puerto Rico están dispuestos a “darme una mano”, o la amiga, madre y abuela bastante ocupada, me escribe un textmssg y se ofrece para hacerme la compra o el amigo poeta urbano, que me visita después de su trabajo y me trae la cerveza, el vino, el canabis. Ellos muestran lo fluido de las “sombras”, son la luz que las controla, reduce, desplaza.
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