Doña Fructuosa fue retratada en un gran salón de algún palacio barroco en Lima, en una pintura realizada al óleo sobre un lienzo de grandes dimensiones formado por tres bandas de tela cosidas verticalmente, donde las figuras situadas en primer plano son representadas a tamaño natural.
El punto de fuga de la composición se encuentra en un foco de luz que está cerca de un personaje que aparece al fondo abriendo una puerta -¿don Asunción del Valle de Torres?- y un espejo que refleja las imágenes de dos señores con piel color cobrizo, pelo negro y ojos oblicuos, vestidos con ropas europeas de la época. Con esta técnica el pintor consigue hacer recorrer la vista de los espectadores por toda su representación, para sugerir, de acuerdo a algunos historiadores, que lo que el cuadro suponía representar no era tanto un retrato familiar; mas bien, era una premonición de los eventos que vendrían después.
En el lado izquierdo de la pintura se observa un gran lienzo, y sobre parte del mismo, el fotógrafo del selfie añade su perfil. Dos siglos más tarde, una foto sin tocar el original lo transforma. Sin proponérselo, el pintor anónimo de principios del siglo XIX se anticipó al realismo de la fotografía; y abrió el camino para que el fotógrafo del selfie reinterpretara el cuadro; reconstruyera la historia.
"El mar revuelto, el clima borrascoso, los toscos y hoscos marinos con sus musculosos brazos, piel curtida por los azotes del viento, la sal, y el sol caribeño atemorizan a doña Fructuosa Rivera. No ha podido levantarse de su cama. salir de su camarote y relajarse durante el largo viaje entre las colonias españolas y las luisianas francesas. Su marido, el una vez pirata, y hoy, hombre de negocios ultramarinos, don Daniel Valleajado de Torres, pasa sus días entre páginas de contabilidad, contando las monedas de oro, y la supervisión de los contenedores que transportan la mercancía que el avaro y codicioso vende (¿roba?) por todo el Caribe y las otras tierras americanas. Doña Fructuosa, obligada por la historia, lo sigue sin protestar, teje y mira hacia el inmenso mar que la separa del mundo para la cual fue criada."
El principio del relato, su génesis, recrea una época anterior a la del viaje en el crucero, no aparece en el selfie del escritor tomado dos siglos más tarde en otro camarote, mucho más cómodo que el de doña Fructuosa, aire acondicionado, nevera y una despensa surtida con paté, galletitas integrales, frutas de todo tipo, licores y refrescos. Vestido a la usanza del siglo XIX: un traje de muselina que cubre el cuerpo, ajustado al torso con una amplia y pesada falda que casi toca el suelo, mangas que bajan hasta la muñeca y un cuello alto, bien alto, el escritor también mira hacia el trágico Caribe en camino a Nuevo Orleáns.
"Los caminos de El Señor son muchos y variados, destinados a ser andados y escogidos por cada uno de nosotros, El Señor nos presenta las oportunidades; nosotros decidimos cuáles aprovecharemos. Esa cruz que Su Hijo escogió es la que guía la vida de una mujer cuyo destino fue entender el nuevo mundo, sus tierras y gentes. Extraña ruta la de alguien que como yo fue criada para educar a los niños de los virreyes de la Nueva España. Decidí la libertad que ofrece una nave al encierro que significa servir durante el resto de mis días a niños faltos de higiene y modales. Y para empeorar la situación. estaba rodeada de siniestros personajes, de indios y cholos incivilizados. Secuestrada durante mi segundo viaje, decidí quedarme y no acepté que la Corona pagara por mi rescate."
El mapa de la ruta que la goleta La Última Charrúa siguió desde que salió del puerto de Colonia, Uruguay tenía marcas que indicaban dónde había anclado antes de terminar en la Nueva Orleáns, y qué clase de negocio allí se agenciaba. En cada puerto, fuese en las islas de Sotavento o en las de Barlovento, San Juan Bautista o en La Española, Jamaica, Cuba, Roatán, dejaba y cargaba todo tipo de mercancía, desde especias hasta alguno que otro ser humano, incluyendo a doña Fructuosa de Rivera. Por ella, don Daniel Valleajado de Torres pagó tanto o más onzas de oro que lo que costaba un esclavo. El óleo, retrato de doña Fructuosa, expuesto la muestra de arte colonial latinoamericano en el Museo de Brooklyn, despertó la curiosidad del sujeto-fotógrafo y motivó su deseo de retratarse, un selfie, junto a la hermosa mujer y los niños que la acompañaban. Una vez en el crucero, de viaje por el Caribe y el Golfo de México recreó visualmente y por escrito uno de los viajes.
La pintura Doña Fructuosa estimula una sensación de profundidad espacial y de historia en ciernes, que quedan aseguradas con el escalonamiento de las figuras, los personajes reflejados en el espejo, y el misterioso hombre que abre una puerta.
El selfie añadido a la composición dos siglos más tarde convierte al espectador en un sujeto integral a la obra: observa y entra al cuadro, ocupa un punto focal que le da a la narrativa visual una continuidad histórica. Usando una cita de Foucault sobre Las Meninas de Velázquez, se ha sugerido que el selfie logró integrar y confundir el espacio real del espectador y el primer plano del cuadro, creando la ilusión de continuidad entre los dos espacios.
De ser don Daniel el que abre la puerta en el cuadro, se puede concluir que la pintura contradice los diarios y crónicas que doña Fructuosa escribió durante sus viajes, como parte de la documentación, contabilidad y registro del comercio de don Daniel por los mares americanos; obliga a preguntar: quiénes eran en realidad estos dos personajes, durante una época turbulenta, cargada de luchas independentistas en las colonias americanas.
Wednesday, March 30, 2016
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