Viajamos desde Puerto Rico a Nueva York en el avión de la mítica línea aérea, personas respetuosas y con muy buenos modales en busca de diferentes horizontes. De parte mía, dejaba la vida sofocante y opresiva de un pueblo pequeño de la isla, donde la homofobia era pan nuestro de cada día. No me iba por razones económicas. Había terminado la universidad y oportunidades de trabajo se encontraban por doquier. Me fui porque la homofobia, abierta o latente, no permitía una vida tranquila. Nadie quiere salir a la calle con la expectativa de que alguien se va a burlar de uno o que te puedan atacar físicamente.
Nadie escoge ser homosexual. Se escoge con quien tienes relaciones sexuales.
Me fui permanentemente de la isla en el sesenta siete, a los veinte y tres años, y tuve la enorme suerte de poder vivir el sesenta y ocho en Nueva York: el de las protestas en las Universidades de Berkeley, Columbia, City College, el de los Young Lords, Black Panthers, El Comité del UWS, las marchas contra la guerra y a favor de los estudios étnicos. Es en esa época tan dinámica cuando me entero de que los contenidos de los cursos no consisten en verdades universales, absolutas; que las historias están sujetas a intereses que van más allá de lo académico; que muchas historias distorsionan y excluyen; que hay que demandar que la historia, los cuerpos que la viven, el tuyo, el mío sean estudiados, discutidos, documentados.
Lo menos que esperaba cuando cogí el vuelo kikiriki de Trans Caribbean Airways, decorado con verde cotorra, dibujos de palmeras -el trópico como marca- era que no iba a poder dejar al racista, elitista y peor que provinciano, estancado Guayama; con la diferencia, que en Nueva York, donde aterricė, lo iba a conocer sin miedos ni hipocrecias: de frente, obligado y con gusto por los estudiantes, maestros, políticos, negros, chicanos, mujeres, homosexuales que de pronto estaban en las calles cuestionando los valores y mores y leyes e ideas que regían, desde "saecula saeculorum", al Estado y la familia.
Aprendí que no podía separar la colonización nacional rampante que viví en PR (véase otros escritos en este blog sobre ese tema) de la colonización destructiva que viven el homosexual, las mujeres, los pardos, los negros, los jabaos, los indígenas, los sudacas, los morochos, todos los que viven al margen de la historia oficial. Todo eso me ayudó más alla de lo mental o emocional. Me ayudó a conocer mi cuerpo dentro de la historia que informó su formación.
Es en esa época tan revoltosa cuando me doy cuenta de que si yo no escogí ser homosexual -escogí con quien me acostaba, con buen gusto, "of course", muy buen gusto y mutuo acuerdo- no tenía que sentirme mal. La culpa se fue pa'carajo.
Cuán linda y paradisiaca puede ser la adolescencia dicen algunos. Cuán triste la alta tasa de suicidios entre jóvenes adolescentes con inclinaciones homosexuales. No me suicidé, pero lo pensé.
Tendría alrededor de catorce años cuando por primera vez descubrí que sentía una atracción especial por los hombres, hasta reconocer solo, sin el apoyo de nadie, que lo que sentía era una atracción sexual.
Horror! De noche no sólo pedía a Dios que me quitara “eso”, sentía el terror de ser descubierto, y pronto empezó mi cuerpo a llenarse de llagas, a sufrir de problemas estomacales, a pretender que me atraían las muchachas, a llorar, lleno de miedo, mientras le pedía a Dios que me quitara “eso”. Nunca me lo quitó.
En Nueva York las discusiones religiosas no se limitaban a los discursos de reverendos de pandereta o sacerdotes ensimismados en ritos medievales con quemas en el infierno; de frente, sin miramientos, los planteamientos de otras tradiciones espirituales, otras versiones sobre la condición humana, que la naturaleza incluía la capacidad para desear hombres y que esta capacidad evolucionaría de la misma manera que ha evolucionado la especie, los individuos. Ningún adulto percibe el mundo como lo percibe un bebé.
Trans Caribbean ayudó a despojarme de mucho más que la culpa.
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