1962: graduación como maestro normalista. En el Puerto Rico de antes -hasta mediados de los sesenta- era un docente que había completado un programa de dos años en pedagogía en alguna de las tres universidades de la isla, permtiendo trabajar como maestro de primaria en escuelas rurales, mientras completaba su título. Hoy sesenta años más tarde me pregunto cómo lo hice.
1958: Escuela secundaria (la high) de Guayama. A los catorce años estaba en décimo grado -dos años más joven que el estudiante promedio- y me enteré que a los dieciseis iba a ser beneficiario, como menor de edad, de lo que mi padre había aportado al Seguro Social. Sin decirle nada a nadie, fui donde el director de la escuela y pedí permiso especial para graduarme antes, tomando clases de verano, que sólo estaban disponibles para estudiantes con un excelente record académico. Yo no lo tenía, aunque los maestros me llamaban aparte, de vez en cuando, porque consideraban que podía salir mejor, como era un pueblo pequeño, no me ponían mucha presión; algunos eran vecinos y conocían muy bien la miseria, alcoholismo y violencia que me rodeaba. Mis dos hermanos habían estudiado con ellos y en un pueblo pequeño todo se sabe.
Le expliqué al director, Mister Paonesa -vivía a cuatro calles de mi casa, cuáles eran mis planes y recursos; y que si no los aprovechaba, los iba a perder. Me dio permiso, y no olvido su sonrisa. A los diesciseis me gradué, con mejores notas de las que hasta aquel momento había logrado. A los dieciocho completé los estudios como normalista, y en agosto del 1962 comencé a dar clases en el barrio más pobre y aislado de Guayama, Las Mareas (véase otros escritos en este blog sobre esa escuela y barrio; y su relación con mis padres; ya que papá había picado caña junto a algunos de los padres y abuelos de mis estudiantes): una escuela de dos salones al lado del mar y un manglar con “casas” montadas sobre “socos” al borde del mismo. Unos años más tarde, sus moradores fueron trasladados como reses a otra zona del municipio, porque iban a drenar el manglar para construir farmaceúticas y la central eléctrica más grande de la isla.
Tomé dinero prestado, compré una corbata y un gabán y a trabajar como maestro en la escuelita de dos salones en la orilla del mar. Las puertas abiertas de par en par disminuían el furor de la brisa, y del efecto que junto a la sal del mar tenían sobre el deseo de caminar, hablar sobre política, filosofía, todo menos dar clases. A lo lejos, la marea del Mar Caribe se llevaba el compromiso que se requería para impartir conocimientos a más de treinta niños con pocas ansias de estar allí aquel agosto caluroso, húmedo, salado.
Primera tarea de los estudiantes: escribir el encabezamiento en sus libretas, nombre y apellidos, grado, nombre de la escuela, nombre del maestro, año escolar. Las únicas tareas que, después de repetirlas por tres años, no requerían mucha supervisión. Para la mayoría, los que nunca habían fracasado desde su primer grado hasta el tercero de sus vidas en aquella barriada de pescadores, era tarea rutinaria, año tras año; otros, los menos, un grupo selecto, los que tardaban hasta cinco o seis años en completar los primeros tres grados de aquella escuela de dos aulas, esperaban que el maestro se le acercase y les señalara donde escribir qué, copiar qué, cómo. Algunos extendían sus manos en espera por la de del maestro para guiarle las suyas hasta formar cada letra, palabra.
La marea regresaba dando golpes, botando espumas, rugiendo, apropiándose del terreno que era suyo, desviando la vista de los niños hacia el inmenso mar y los botes de los pescadores, sus padres, sus hermanos, su futuro. Para los estudiantes, era preferible continuar con las vacaciones de verano a tener que oír al joven maestro, recién graduado de escuela normal, encorbatado y enchaquetado – vestuario exigido por el súper centralizado y burocratizado sistema de instrucción pública.
La primera tarea del maetro: dar instrucciones sobre libretas, libros materias, responsabilidades, asignaciones. Para los estudiantes, el jugar, pescar, broncearse eran alternativas mucho más atractivas que las ofrecidas por los treinta y pico de pupitres, organizados en filas, apuntando todos en dirección a la negra y recientemente pintada pizarra.
El trabajo de maestro, con tantos estudiantes de niveles tan variados, no era labor para un novato de dieciocho años y mucho menos para quien deseaba conocer el mundo y no terminar encerrado en un caluroso salón de clases. O trabajar de maestro o terminar en una fábrica eran las únicas opciones que se podían explorar, no se conocían otras posibilidades para un joven pobre en aquel pueblo al que pertenecía la villa de pescadores. Ciencias, ingeniería, teatro, letras eran carreras que los muchachos de las clases medias y altas podían explorar. Para los pobres, poder ir a la universidad era un lujo; estudiar por gusto, una extravagancia. El magisterio aseguraba un puesto inmediatamente.
La pizarra se iba llenando de palabras, frases, oraciones, ejercicios. Los niños seguían instrucciones, alzaban la mano, miraban hacia el mar, sonreían. La calma del mar llegaba cuando la marea regresaba y se acercaba a sus origenes, y dejaba al descubierto el cascajo que cubría la playa caribeña, residuos de conchas, redes de pescadores, cabezas de pescados, sin las arenas blancas de postales para turistas o anuncios al idilio de resorts con todo incluido.
El bochorno de la tarde disminuía las habilidades intelectuales de los estudiantes, aumentaba el sudor y ofrecía la mejor oportunidad para cubrir las asignaturas fáciles: arte, música, educación física frente a la escuela, en el patio que separaba la escuela del pantano donde se encontraban las casas de los pescadores. Una carrera, un salto en la cuica a las dos de la tarde bajo un sol incandescente puede matar al más fuerte de los hombres criados en otras latitudes, no en el poblado conocido como Las Mareas. Sus pescadores vivían y trabajaban bajo el sol, no conocían otros climas. Sus hijos tampoco.
Las caras de felicidad les delataba. No tenían ni que multiplicar manzanas o peras(los libros de ejercicios matemáticos estaban publicados en países con climas donde se podían sembrar frutas distintas a las que ellos conocían: los cocos, quenepas, hicacos, uvas playas), el recreo les permitía poder correr y sltar en el patio. Tampoco tenían que contestar preguntas de comprensión sobre hadas madrinas o niños con padres blancos y rubios vestidos con camisas blancas y corbatas.
La tranquila espuma que servía de borde entre el cascajo de la playa y el verde esmeralda de las aguas se fue alejando hasta enrolarse en si misma y regresar cargada de una abundancia y volumen de agua que se llevó consigo pupitres, libretas, pizarra, escritorio. La cara de asombro del joven maestro sirvió como excusa para que uno de los estudiantes más atrevidos le dijese, “Mister, por eso el otro maestro no abría las puertas, por la tarde el mar siempre hace eso. “
Un juego más; el mar se unia al grupo, quien preferia pescar con los papás, broncearse, recoger cangrejos en el mangle; alternativas mucho más atractivas que las ofrecidas por un maestro del pueblo, vestido como los papás de los libros de texto.
La marea nos hizo reir sin tener que pensar en libretas, pizarras, pupitres, tareas.....
Trabajé como maestro rural por cinco años; terminé mi BSED, mis padres habían dejado el alcoholismo (siempre he creído que al ver que conmigo tenían un techo -les construí una casa pequeña; por primera vez en su vida vivían sobre piso y paredes de concreto, tenían comida segura, dejaron de beber). Cogí pa’l norte.
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