El primer gíbaro fue el de Barcelona, por Alonso; el segundo desde los Niuyores, 100 años más tarde, es mío: un neogíbaro. Ambos nos fundamentamos en Montaigne; y yo en el imperativo de tener que contar los vaivenes del diario vivir -no como los narra el estilo, la tendencia literaria del momento, o como lo sugiere y controla la fosilisada academia-; escrito en el lenguaje que es hablado con letras; el que lleva al crítico a decir: “¡Qué lengua tienes!”.
En una de las cartas que Elizabeth Bishop escribe a los editores de la casi canónica revista the New Yorker, cuestiona el exagerado énfasis en corregir sus textos, al punto que, dice la reconocida poeta, están creando lectores brutos. Alberto Manguel en su libro sobre la historia de la lectura apunta al hecho de que los lectores preimprenta leían en conjunto textos que no tenían ni ortografías ni sintaxis tan reglamentadas, obligando a los lectores a discutir, además de lo dicho, los signos y funciones de los mismos: una lectura más complicada que la de la posimprenta/estandarizazada de la lenguua.
Cada lector lee y comprende de acuerdo a lo que éste trae consigo; y la academia juega un papel importantísimo en modificar esos esquemas que sirven, guian al lector. Todo escritor busca, consciente o no, su voz interior para decir algo, lo que quiere decir. En la marcha, muchos, tras la búsqueda de complacer estilos o teorías o mercados, pierden su voz o su capacidad para comprender más allá de los modelos; construyen, quizás, narrativas impresionantes; no todos lo logran. Lo que se pierde en la marcha, es la originalidad y una sinceridad en la voz que ningún estilo puede -ni debe- opacar. La vida de un neogíbaro en Nueva York no es un texto posmoderno, bizantino, ni una empalagosa tradición peruana. Quizás es puro neoexpresionismo criollo niuyorkino. Quizás es otra versión de “¡qué lengua tienes!”.
Cada lector lee y comprende de acuerdo a lo que éste trae consigo; y la academia juega un papel importantísimo en modificar esos esquemas que sirven, guian al lector. Todo escritor busca, consciente o no, su voz interior para decir algo, lo que quiere decir. En la marcha, muchos, tras la búsqueda de complacer estilos o teorías o mercados, pierden su voz o su capacidad para comprender más allá de los modelos; construyen, quizás, narrativas impresionantes; no todos lo logran. Lo que se pierde en la marcha, es la originalidad y una sinceridad en la voz que ningún estilo puede -ni debe- opacar. La vida de un neogíbaro en Nueva York no es un texto posmoderno, bizantino, ni una empalagosa tradición peruana. Quizás es puro neoexpresionismo criollo niuyorkino. Quizás es otra versión de “¡qué lengua tienes!”.
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