“Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.” (Edgar Allan Poe, “El Barril de Amontillado”)
Fui uno de los pocos nietos que vivió con los abuelos, o ellos con nosotros, y lo primero que hice cuando empecé de maestro normalista a los dieciocho años, fue mandar a ampliar y colorear la única foto que teníamos de don Chago y doña Teresa. Una foto tomada en caseta de fiesta patronal. Ambos lucen muy serios, ella de moño, cuello subido, su traje hasta los tobillos. Él con su sombrero y siempre abrochado cuello de camisa. Eran mis abuelos y allí en la sala de mi casa, acabada de construir con el sudor de mi trabajo, el cuadro no sólo hacía feliz a mis padres; recordaba la historia de la familia desde sus vidas en Jájome, y mi llegada a la vida de la clase media baja como maestro en los campos de Puerto Rico; los montes por donde una vez se perdía Sefita, sobrina de los abuelos, desnuda, escondida entre los bosques, platanales y cafetales para, de noche, llegarse hasta la casa de sus padres, tío Manuel y tia Anita y comer lo que ellos le dejaban fuera; y dentro de los cuales se escondió otro primo que era demasiado trigueño para sus tíos y lo echaron a la calle cuando su abuela, mi tia, murió y nadie protegía al muchacho. Del muchacho no se supo más. Sefita, con el tiempo, sanó y bajaba del campo a saludar a los abuelos. Muertos casi todos, décadas más tarde, un pariente alcohólico, vividor e irresponsable regaló o, alcohólico al fin, además de traquetear con tumbas dinero ajeno, vendió por unos cuantos pesos, entre otras cosas, el cuadro que siempre estuvo en la sala. Cómo puede, quien tenga el cuadro o los muebles o sentirse dueña de un pedazo de terreno robado en un cementerio o las prendas que tomaron sin consultar con sus dueño, y pretender que son herencia de familia; darse vuelos de estatus histórico. Un cuento neo gótico criollo, cuyo hilo conductor es el robo del cuadro de los abuelos Chago y Teresa.
Fui uno de los pocos nietos que vivió con los abuelos, o ellos con nosotros, y lo primero que hice cuando empecé de maestro normalista a los dieciocho años, fue mandar a ampliar y colorear la única foto que teníamos de don Chago y doña Teresa. Una foto tomada en caseta de fiesta patronal. Ambos lucen muy serios, ella de moño, cuello subido, su traje hasta los tobillos. Él con su sombrero y siempre abrochado cuello de camisa. Eran mis abuelos y allí en la sala de mi casa, acabada de construir con el sudor de mi trabajo, el cuadro no sólo hacía feliz a mis padres; recordaba la historia de la familia desde sus vidas en Jájome, y mi llegada a la vida de la clase media baja como maestro en los campos de Puerto Rico; los montes por donde una vez se perdía Sefita, sobrina de los abuelos, desnuda, escondida entre los bosques, platanales y cafetales para, de noche, llegarse hasta la casa de sus padres, tío Manuel y tia Anita y comer lo que ellos le dejaban fuera; y dentro de los cuales se escondió otro primo que era demasiado trigueño para sus tíos y lo echaron a la calle cuando su abuela, mi tia, murió y nadie protegía al muchacho. Del muchacho no se supo más. Sefita, con el tiempo, sanó y bajaba del campo a saludar a los abuelos. Muertos casi todos, décadas más tarde, un pariente alcohólico, vividor e irresponsable regaló o, alcohólico al fin, además de traquetear con tumbas dinero ajeno, vendió por unos cuantos pesos, entre otras cosas, el cuadro que siempre estuvo en la sala. Cómo puede, quien tenga el cuadro o los muebles o sentirse dueña de un pedazo de terreno robado en un cementerio o las prendas que tomaron sin consultar con sus dueño, y pretender que son herencia de familia; darse vuelos de estatus histórico. Un cuento neo gótico criollo, cuyo hilo conductor es el robo del cuadro de los abuelos Chago y Teresa.
(del libro en marcha Jájome Heights)
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