Veo telenovelas por razones que trascienden los asuntos de la sinuosidad de sus predecibles tramas y los escenarios acartonados imitando faux haciendas o muebles nuevo rico criollo.
Al igual que la caricatura de una mujer niuyorican por Ana Lydia Vega o la representación poco empática de una esposa bajo el control de una sociedad y su marido por Carmen Lugo o los personajes, campesinos, jíbaros ignorantes en la literatura costumbrista de Enrique Laguerre o los seres sin capacidad para pensar sus vidas de Eduardo Lalo o la sangre y violencia en los textos bíblicos o el paternalismo vestido de folclor progresista de las letras de la nueva trova boricua, las telenovelas ofrecen una visión del mundo que continúa la tradición humana de contar cuentos, y si la Caperucita de Perrault tenía menos futuro que la de los Hermanos Grimm, y si La Reina del Sur de Pérez Reverte es más cabrona que la Doña Bárbara por Rómulo Gallegos, por qué no puede un actor mexicano representar en una telenovela mexicana a un delincuente cubano con acento habanero, entremezclado con una entonación poco caribeña -“oye, viejo, ándaleee”-, nombrado con el nada estereotipado apodo El Balsero.
Al igual que la caricatura de una mujer niuyorican por Ana Lydia Vega o la representación poco empática de una esposa bajo el control de una sociedad y su marido por Carmen Lugo o los personajes, campesinos, jíbaros ignorantes en la literatura costumbrista de Enrique Laguerre o los seres sin capacidad para pensar sus vidas de Eduardo Lalo o la sangre y violencia en los textos bíblicos o el paternalismo vestido de folclor progresista de las letras de la nueva trova boricua, las telenovelas ofrecen una visión del mundo que continúa la tradición humana de contar cuentos, y si la Caperucita de Perrault tenía menos futuro que la de los Hermanos Grimm, y si La Reina del Sur de Pérez Reverte es más cabrona que la Doña Bárbara por Rómulo Gallegos, por qué no puede un actor mexicano representar en una telenovela mexicana a un delincuente cubano con acento habanero, entremezclado con una entonación poco caribeña -“oye, viejo, ándaleee”-, nombrado con el nada estereotipado apodo El Balsero.
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