Monday, November 26, 2018

SELLOS

Puntualmente, a las nueve estaba en fila, esperando mi turno para que el muy diligente, bien planchado y cortés oficinista (así le llaman en PR a los burócratas: oficinistas) me atendiera. Miró detenidamente mi récord en la pantalla de su ordenador, se levantó del escritorio y abandonó la cabina detrás de la ventana de cristal que nos separaba (a la cual pegaba mi oído, ya que, por un lado, la medio sordera de viejo y por otro, lo alto del roto en el cristal por donde nos comunicábamos no permitían que entendiese muy bien el enredo que el buen empleado me trataba de explicar).

Caminó, midiendo el tiempo, hasta otra cabina donde imprimió mi récord, regresó, me preguntó no sé qué cosa, repasó los documentos, y me dijo que los cómputos estaban mal registrados y que tenía que pasar por las oficinas centrales de la Colecturía (nombre que precisa lo que en esa oficina hacen: colectar dinero) en otra zona de la ciudad; que llevara las copias de los documentos que me iba a entregar, que allí me arreglarán los datos, los números correspondientes al estado de mis cuentas con el gobierno de la isla de los espantos, y a pagar al Estado lo que el Estado requiere. En Nueva York estos trámites los hago por teléfono o por la red. En Puerto Rico hay que ver cara a cara al oficinista.

Una hora en una fila para terminar siendo informado que tengo que ir a otra oficina donde otro burócrata y sabrá Dios qué más me va a decir: que los datos están mal registrados, que tengo que ir a otras oficinas, esperar, a saber cuánto voy a pagar, que no deducen mis gastos en viajes y tiempo para resolver problemas que yo no he creado, que tienen teléfonos, internet, sistemas computarizados que pueden resolver todo de lejos pero que no lo hacen por cuestión de bla, bla, bla... Al ver mi cara llena de preguntas y de resignación, el muy juicioso y eficiente oficinista, mientras me preparaba y entregaba los documentos que tendría que llevar a la otra oficina colectora, me dijo, como para darme ánimo o para sentirse que me entregaba algo concreto, que iba "a poner el sellito a los documentos". Sacó una antigua máquina de sellos y,¡prángana!, plantó en cada hoja el logo de la Colecturía. 

Conforme y sumiso, en camino a la otra oficina del mismo organismo me dirijo, con mis documentos en mano, a oír sobre procedimientos y datos, sin mucha esperanza de poder resolver el problema; aunque oficializado, en cada uno de mis papeles tengo puesto el sello, que no es el mismo que me ponían cuando era joven, en aquel Puerto Rico obscuro y siniestro, y con el que me sacaban del clóset. Para aquel entonces, no era el de la Colecturía el único que se plantaba, era otro tipo de sello, simbólico, "underground discourse". Nada de máquinas. Se señalaba con el dedo a quien fuesen a sellar, sacar del armario. Luego, se pasaba el mismo dedo por la lengua, se marcaba la palma de la otra mano con el dedo ensalivado, se formaba un puño con la mano del dedo ensalivado y se remataba el sello, dando con el puño sobre la palma de la mano. Era un sello que marcaba y al que muchos se referían con un: "¡Qué sello tiene!" 

¿Sería el sello que le planté al oficinista cuando me fijé en sus ojos -la lectura mutua-, acicalados dedos y camisita ajustada lo que lo llevó a sentirse solidario, ponerme un sello mental y luego ponerme el otro sello, el de la Colecturía? 

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