Las horas en el aula que antiguamente había sido la sala donde administraban los electro-shocks a los locos de Montevideo no tenían fin. El ambiente árido sin pizarras o cuadros, paredes color crema pálido-añejo, las cuales retumbaban con el cliqueo, sonidos de las computadoras y sus usuarios, no parecía que afectaran el estado de ánimo de los estudiantes. Con el profesor no era lo mismo.
Los chicos estaban inmunes al efecto que tenia la energía que emitía el salón de computación. A su edad, las hormonas eran más poderosas que los flujos espirituales incrustados en las paredes; tantos locos electrocutados no eran rivales para la etapa en que se encontraban los pupilos. Sus gritos eran estimulados por el descubrimiento o solución de un problema cibernético.
El maestro, al no estar tan controlado por sus hormonas -o por causa de su floja integridad espiritual-, absorbía las fuerzas que las muy trágicas muertes impregnaron en las paredes del aula cuando éstas fueron parte de un manicomio; teniendo como resultado: pastillas para dormir, anti-depresivos, obsesiones sexuales, dificultad al respirar, confusión ético-moral, temblores inesperados, cutis demacrado y sudor en pleno otoño, y el miedo que sentía todos los días durante las horas que daba las clases de informática.
Wednesday, February 15, 2017
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