No compadezcas mi dolor, si loco
te lanza entre la sombra su saeta”
(Frontis por Luis Palés Matos)
En marzo del 1887 nació mi padre en un campo de la región montañosa de Cidra, Puerto Rico. Se mudaron a Jájome, otro campo, otros cerros. Estudió su primaria durante el régimen español, y luego hasta un grado que pocos para aquella época lograban, el octavo. Pudo haber sido uno de los miles de maestros que formaron parte de la activa escolarización de principios del siglo. Decidió caminar otros senderos.
Iba a pie o en carreta hasta el pueblo de Cayey y, además de estudiar, vendía huevos para poder pagarse su almuerzo, no sé si también pagaba por la transportación en carreta de bueyes. Gustaba de cantar las cadenas; las que cantaban los carreteros.
Se fue muy joven para la costa a conocer el mundo. Del cerro a las costas, otro jibaro que se movía y aspiraba a subir de clase. Se fue de dependiente en un colmado enorme, a la entrada de la antigua central Aguirre, en un histórico edificio de dos pisos, mampostería, arcos y galería para proteger del sol, cuatro anchas y algo ovaladas puertas de dos hojas en metal en la antigua carretera número tres. Muchas décadas más tarde, el edifico seguía allí, abandonado, testigo de otras historias.
El viejo dejó Aguirre para seguir caminos, dar más vueltas por el mundo; el mundo más allá de Jájome. Las tierras comprendidas entre Cayey, Salinas y Guayama fueron su Ítaca, y en una época donde el pie o las carretas eran los medios de transportación por excelencia, la tierra que exploraba era una geografía bien amplia y diversa, vista a través de su curiosa mirada, ojos llenos de chispa y su gusto por el buen vivir.
Sus cuentos sobre cómo llegó y lo que encontró en el Puerto de Jobos tenían el mismo tono y sentir de cualquier relato de viajero contemporáneo. No contó relatos sobre lo que los soldados de la segunda guerra encontraron en el puerto de Hamburgo o en Marsella. Otros personajes e historias de puerto sedujeron al joven dependiente en un almacén de Aguirre. A los diecisiete se topó con las hijas de Tembandumba, culipandeando por la calle antillana.
A los diecisiete, de Jájome al Puerto de Jobos, lo despidieron a puertas abiertas, y el saludo con la mano, la palma hacia adentro le dijo al viajero adiós y buen ir.
De Jájome a Jobos hay un largo trecho, a veces, a pie; otras, a caballo.
Regresó del Puerto de Jobos, se “llevó” a mi mamá; trabajó un tiempo de agregado en una finca; y otra vez, abandonaron a Jájome.
Para la época que Palés comenzó a escribir mi viejo leía poesía, la palabra saeta se usaba comúnmente, y los jibaros hasta cantaban saetas a la virgen, durante los rosarios cantados.
Volvíamos a Jájome, al Alto, a la casa de una tía. Subíamos en pisicorre o en la línea de guaguas que transportaban los pasajeros por la carretera número quince, la de las muchas curvas, sin ningún trecho recto.
Ningún trecho es recto, y lo fue mucho menos para los jíbaros.
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