Wednesday, August 22, 2018

DE JÁJOME A PUERTO DE JOBOS

En marzo del 1884 nació mi padre en un campo de la región montañosa de Cidra, Puerto Rico. Se mudaron a Jájome, otro campo, otros cerros. Estudió hasta un grado que pocos para aquella época lograban: el octavo. Pudo haber sido uno de los miles de maestros que formaron parte de la activa y masiva escolarización de principios del siglo XX. Decidió caminar otros senderos. 
Iba a pie o en carreta hasta el pueblo de Cayey y, además de estudiar, vendía huevos para poder pagarse su almuerzo. No sé si también pagaba por la transportación en carreta de bueyes. Gustaba de cantar las cadenas; las que cantaban los carreteros. 
Se fue muy joven a conocer el mundo, al Puerto de Jobos. Del cerro a las costas, los cañaverales. Otro jíbaro que se movía y aspiraba a subir de clase. Se fue de dependiente en un colmado enorme que se encontraba en la antigua carretera Guayama-Salinas, la número tres, a la entrada de la antigua central Aguirre; en un histórico edificio de dos pisos, mampostería, arcos y galería para proteger del sol, cuatro anchas y algo ovaladas puertas. Muchas décadas más tarde, el edificio seguía allí, abandonado, testigo de otras historias. 
El viejo dejó Aguirre para seguir caminos, dar más vueltas por el mundo; el mundo más allá de Jájome. Las tierras comprendidas entre Cayey, Salinas y Guayama fueron su Ítaca, y en una época donde el pie o o el caballo o las carretas eran los medios de transportación por excelencia, la tierra que exploraba era una geografía bien amplia y diversa, vista a través de su curiosa mirada, ojos llenos de chispa y su gusto por el buen vivir.. 
Sus cuentos sobre cómo llegó y lo que encontró en el Puerto de Jobos tenían el mismo tono y sentir de cualquier relato de viajero contemporáneo. No contó historias sobre lo que los soldados encontraron en el puerto de Hamburgo o en Marsella. Otros personajes e historias de puerto sedujeron al joven dependiente en un almacén de Aguirre. A los diecisiete se topó con las hijas de Tembandumba, culipandeando por la calle antillana. 
A los diecisiete, de Jájome al Puerto de Jobos, lo despidieron a puertas abiertas, y el saludo con la mano, aquel saludo de antes -la palma hacia adentro- le dijo al viajero adiós y buen ir. 
De Jájome a Jobos hay un largo trecho, a veces, a pie; otras, a caballo. 
Regresó del Puerto de Jobos, se “llevó” a mi mamá; trabajó de agregado en una finca; y otra vez, abandonaron a Jájome. 
Volvíamos a Jájome, al Alto, a la casa de una tía en el tope del cerro, por la carretera Guayama-Cayey, la número quince, la de las muchas curvas, sin ningún trecho recto. 
Ningún trecho es recto, y mucho menos lo fue para aquellos jíbaros. 

(del libro inédito circulando por la red Desde Jájome hasta Ítaka 2017)

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