Existen. Son nombrados y, algunos, lo reconocen y lo dejan claro en los foros de los medios en la red. Existían y así eran señalados por los pobres de cualquier color o apellido y por los nopobres que no eran “blanquitos”.
Mi mamá, jíbara identificada como tal por ella misma, recordaba su vida en Jájome, y gustaba de contar anécdotas sobre los “blanquitos” de Cayey que venían de visita a las fincas en las hermosos y exuberantes montañas -hoy pobladas por los nuevos ricos que, de creer lo que dicen otros, han “cafreado” la antigua subcultura del “blanquito” puertorriqueño- a comer y pasar el día en las quintas, y pasear por los jardines que bordeaban las laderas y casas de campo.
Ramón Frade, el reconocido pintor costumbrista, miembro de una familia hacendada de Cayey, dibujó, pintó las caras y entornos de los jíbaros y jíbaras de aquellos campos brumosos, húmedos, con olores que embrujan. Los “nuevos ricos” (aunque muchos se creen “blanquitos” blancos, no son blancos, sostienen Jorge Duany, Vilma Pizarro, y los poetas Luis Palés Matos y Fortunato Vizcarrondo se burlan de ellos en sus poemas afroantillanos) en sus casas de campo en Jájome, ni recuerdan cuando sus antepasados no eran "blanquitos" ni conocen la obra de Ramón Frade.
En un pueblo grande con clases y colores, escuelas públicas y privadas, clubes comunales y privados, en el Puerto Rico de los cuarenta y cincuenta, conocer y socializar con los burgueses era imposible, a menos que fuese para algún tipo de trabajo o servicio. Sesenta años más tarde, en el que fue el club más exclusivo del pueblo, admiten todo tipo de identidad racial; aunque, puede que, como ocurre con algunos puertorriqueños, la negación los engañe. Un conocido del pueblo dijo sobre el antes muy exclusivo club, con desprecio: “Ahí, ahora admiten hasta chinos”. Esos “chinos”, se comportarán y verán el mundo del pueblo como lo veían los antiguos “blanquitos”?
Llegar a Nueva York en el 1967 y conocer jóvenes de mi edad, con quienes en Puerto Rico no hubiese tenido mucha amistad -ninguna, quizás-, comenzó una nueva percepción de los miembros de esa clase que hasta ese momento, veía de lejos. En la isla, dos palabras aquí y allá no hacen una relación. En Chelsea: compartir anécdotas, vinos, platos y tendencias políticas pudieron ayudar a cimentar una amistad “in progress”.
En la ciudad, por primera vez, “janguié’ con “blanquitos”. Algo descubrí: me sentía y siento tan separado de ellos como de cualquier otro cuya historia no es la mía. Con ellos, el asunto se torna turbio cuando le sale pa’fuera el paternalismo típico del burgués liberal/izquierdoso o su necesidad de hacer alarde de su crianza (incluso, cuando se burlan de la misma).
En la ciudad, por primera vez, “janguié’ con “blanquitos”. Algo descubrí: me sentía y siento tan separado de ellos como de cualquier otro cuya historia no es la mía. Con ellos, el asunto se torna turbio cuando le sale pa’fuera el paternalismo típico del burgués liberal/izquierdoso o su necesidad de hacer alarde de su crianza (incluso, cuando se burlan de la misma).
En Chelsea: los cuatro “colegas” hablaban de sus colegios privados, a quién o no conocían de la “creme de la creme” dentro del liderato politico e intelectual progre en la isla concéntrica, apellidos y clubes, dónde ir en Loiza -de ir por la isla- para no sé qué festival “bien ethnic”, vestir con collares, bailar bomba: un “bembé” personal.
Ni la poesía, ni la política de tal o cual, ni que todos fuesen académicos de CUNY lograban ese acercamiento que se siente cuando se está en comunidad. Molestaban su forma de hablar -nasalidad exasperante del “blanquito” puertorriqueño-, su desdén por el “lelolai” cultural; su ser, obviamente, por más izquierdosos que fuesen, “blanquitos”; con una gran diferencia: aquí eran “ethnics by design” y le sacaban provecho. La muy acaparadora puertorriqueñidad que profesaban parecía genérica, a la par que la usaban como ficha para seducir.
Éramos cinco los reunidos, cuatro eran “blanquitos” de la isla. De las cuatro (dos mujeres y dos hombres). tres vivían en Chelsea o por allí cerca, el “downtown” bohemio; el cuarto -repetido una cuantas veces-, en El Barrio. Sí lo repitió unas cuantas veces, con un tono lleno de placer mundano, atrevido, transgresión de poeta decadente: "Yo vivo en El Barrio".
Éramos cinco los reunidos, cuatro eran “blanquitos” de la isla. De las cuatro (dos mujeres y dos hombres). tres vivían en Chelsea o por allí cerca, el “downtown” bohemio; el cuarto -repetido una cuantas veces-, en El Barrio. Sí lo repitió unas cuantas veces, con un tono lleno de placer mundano, atrevido, transgresión de poeta decadente: "Yo vivo en El Barrio".
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