Cuando salí de Jájome no fue un viaje como el de Lloréns Torres: "en una jaquita baya por un sendero entre mayas". Salí en una pisicorre por una carretera llena de curvas, flamboyanes, "arropás de cundiamores". Idílicos los llamó un reconocido escritor, “de guasas”, a los hermosos campos que comprenden esta zona de Cayey. Para aquellos que tuvimos que abandonar esos campos, lo idílico es la reacción menos sentida. Las fincas son hoy el “playground of the rich, the beautiful and the well connected.”
Salí de niño junto a mis padres y hermanos como resultado de los nuevos vaivenes económicos que trasformaban la isla durante los años cuarenta. Ya no quedaban fincas donde vivir como agregados y menos suficiente tierra para heredar. El fenómeno económico de aquella época no incluía a los dueños de pequeñas fincas ni a sus peones. O vendías o te hundías más en la miseria. Las ideas social demócratas del gobierno de turno nos echó a la suerte: unos para el norte, otros para los cañaverales o los arrabales de San Juan.
Mi padre escogió los cañaverales cerca de Guayama, y a trabajar “to’ el mundo”. Los más chiquitos a la escuela y los más grandes a ayudar con el sustento. Si la familia era grande, los más pequeños podíamos aspirar a una mejor educación. Los mayores trabajaban para ayudar a sostener la familia. Allí no terminó la odisea. Ese patrón de desplazamiento se había convertido en variable constante del nuevo modelo económico.
La caña no era futuro para todos, ni de capataz ni de picador. Las fábricas que reemplazaban la caña no podían emplear a todos los parados y muchos menos si no tenías diploma de escuela superior; y los hijos de muchos de aquellos jíbaros a duras penas podían terminarla. Una vez más, a moverse hacia nuevos nortes: el ejército, Nueva York.
Cada desplazamiento sigue una muy trillada y repetida sentencia: toda acción tiene una reacción. Y dicha reacción no sólo la experimenta un nuevo modelo económico. La vivimos en carne propia los desplazados. Los que por alguna razón tienen un tesón de acero y una red de apoyo la superan y hasta triunfan. Otros, los que además del desplazamiento tienen que enfrentarse a cuáles y qué tipos de problemas familiares o sociales sufren el aceleramiento de sus torbellinos: deterioro colectivo e individual. Este fenómeno ha sido extensamente discutido y recreado. Incluso, también ha sido motivo de burla y desprecio por parte de literatos, sociólogos y otros que desde lejos lo observan.
"Recordar es vivir" decía el locutor de un programa de radio dedicado a la música jíbara. Recordar es no olvidar dicen otros. ¿Recordar qué? ¿Lo idílico de Jájome y el bohío de Lloréns Torres o el desplazamiento de cientos de miles de personas sin ningún tipo de consideración por las consecuencias que tan frías decisiones generan? Muchos superaron las consecuencias de las migraciones de los años cuarenta. Muchos, no. Generación tras generación de vidas perdidas y patologías reproducidas en los guetos de ciudades en los EEUU, caseríos y barriadas de Puerto Rico sirven de evidencia de que todo no ha sido color de rosa.
Recordar puede ser matizado y distorsionado por nuestros deseos o por nuestros miedos advierte Milan Kundera en La ignorancia. Recordar puede ser recurso para evitar el que se vuelvan a cometer abusos por fríos gobiernos completamente desligados de su gente y sin ningún ápice de deseo de incluirlos en sus nuevos proyectos. Lloréns soñaba con su Collores, la memoria filtrada cual personaje de Kundera; mas no perdió de vista lo que lo llevó a ver la gloria como "sueño vano. Y el placer, tan sólo viento. Y la riqueza, tormento. Y el poder, hosco gusano.”
(del libro inédito circulando por la red Desde Jájome hasta Ítaka 2017)
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