"Las estructuras cambian" (Mafalda frente a una tortuga que saca y esconde la cabeza)
Nos mudamos hacia finales de los cuarenta, del campo en los cerros de Cayey al pueblo que siempre mira hacia el Caribe, Guayama, a uno de sus barrios pobres, que por ser tan “dinámico” y "violento" lo conocían como Borinquen Rojo; y dicen los historiadores, porque durante las eleciones del 30 el barrio completo votó socialista.
Mamá, cuando salíamos de la casa, se pasaba los días preocupada por los hijos; siempre había alguien tentando la hombría o amenazando a las muchachas con un, “vas a ser mía”. En el campo, entre los jíbaros el código de honor era distinto y roto pocas veces. Cuando se hacía, tenía consecuencias nefastas. Una apuesta no pagada, una palabra fuera de sitio, una virginidad deshonrada, un guapetón de pueblo que viniese a demostrar su valor eran los casos contados que documentaban los hechos violentos del barrio en las montañas. El resto del tiempo era vida tranquila, pobre pero en paz. Familias acostumbradas a la vida en clanes, en sus antiguos mundos estaban emparentadas; y sus modos de compartir, de juzgar eran regidos por el honor, la honra, el compadrazgo. No en ese nuevo barrio. Todos los domingos se formaban peleas por las razones más bobas, “que si no te metas con mi marido, que si tu mujer me dijo, que si tu hijo es..”. Allí duramos seis meses.
Tuvimos que comenzar a aprender nuevas formas de vida, retratadas en mi memoria con el único recuerdo claro que tengo de aquellos seis meses: una expresión del miedo con el que vivía mamá. Su cara cuarteada por la tensión de los músculos, petrificada, cobriza y fundida con las paredes de madera, que azotadas por los años, cubiertas de rendijas, rodeadas de muchas casas iguales, formaban un ambiente donde casas, cara, colores e historia eran fragmentos y un entero a la par. En parte creo, porque siempre estuve consciente de toda esa trayectoria, que esa es la razón por la cual nunca dejamos de cuidar a los viejos.
A los seis meses de vivir en Borinquen Rojo, huyéndole a la violencia y lo impredecible, nos mudamos a un barrio de clases medias. Primero alquilamos la casa de cuatro cuartos, y luego los viejos la compraron. Mi hermana mayor, Ana, que siempre fue espabilada, inmediatamente aprendió los ir y venir de la gente en el pueblo y consiguió trabajo en un taller donde les cosían a las señoras de dinero y a los pocos meses de mudarnos al pueblo se casó. Desde el campo ya era novia del hijo de un policía rural. Fue ella quien nos consiguió la casa más cercana al centro del pueblo y aunque no vivía en casa, siempre se aseguraba de ayudar a mantener la familia. Ángel María consiguió trabajo de dependiente en una tienda, y luego se embarcó para Nueva York. Papá abrió un colmadito y dejó el cañaveral; mamá, que ya desde Borinquen Rojo vendía carbón, trabajaba de costurera y atendía la casa; Felix, Nila y yo asistíamos a la escuela.
El pueblo cuadriculado, el primero en ser planificado nos decían en la escuela, tenía divisiones marcadas por clases, ascendencias, apellidos y colores. Divisiones que a simple vista, muchas veces, no eran aparentes, pero que se notaban en nuestras relaciones. Los dueños de la casa que nosotros alquilamos vivían al lado, y como miembros de la clase civil, un burócrata y una maestra, celebraban fiestas domingueras por el solo hecho de reunirse con sus iguales, otros burócratas y maestros. Nunca vi a las familias que vivían alrededor de la plaza asistir a esas fiestas, ni tampoco a doña Aurora, aunque la invitasen. Supongo que como los vecinos eran mulatos y ella, con apellido de alcurnia, emparentada con los llamados "blanquitos", no iba rebajarse aceptándole la invitación. A nosotros no nos invitaban, y creo que de haberlo hecho no hubiésemos asistido. Celebrar fiestas sin ninguna otra razón que reunirse era una novedad para nosotros; pues en el campo sólo se celebraban fiestas durante las navidades, bodas o bautizos.
A principios de mudarnos, como la curiosidad mató al gato, a través de los huecos que había en la verja de zinc que nos separaba de la otra casa, los fisgábamos. Sabíamos cuando llegaba el invitado más importante porque siempre era el último en hacer su entrada y todos los demás allí presentes corrían al balcón a recibirlo. Acompañados por música instrumental bailaban a sus acordes, comían, y se reían si temor a llamar la atención. Cuando se acababa la fiesta, los vecinos nos pasaban un plato de comida por encima de la verja.
Al mes de habernos mudado, Ana, la primera de la familia en subir otro escalafón en las clases económicas que regían el pueblo, nos regaló nuestro primer mueble que no había sido hecho por un pariente o compadre. Pusimos el mueble en el dormitorio que daba para la sala y mamá aprovechó la ocasión para coserle una colcha a la cama. Felix y Papá lo esquinaron para que luego Nila le pasara aceite de brillar muebles. Nila y yo nos sentábamos a mirarlo desde lejos. Papá, en cuclillas, nos miraba; con un gesto formado por los cachetes sumidos, hombros subidos y labios apretados, nos dejaba saber que no entendía la algarabía que teníamos formada.
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