Antes de la invasión de los EEUU y durante la colonia española, Puerto Rico era un país con una población mayoritariamente pobre, aunque auto suficiente y sustentable, que podía exportar productos agrícolas: “Es la historia de las haciendas, estancias, la propiedad eclesiástica, de los hatos y el mundo de ‘los comunes; es decir, los montes y pastos de uso común, concesiones reales y tierras del Realengo. La actividad agrícola oscilaba entre la producción para mercados tan distantes como Hamburgo y Bremen, y una agricultura de subsistencia, montaraz, semi-nómada, como han señalado Godreau y Giusti. Gente que inclusive se internaba en los hatos a sacar maderas, bejucos y la yuca de marunguey para subsistir./// La visión oficial era que estos, con la anuencia de los terratenientes y del Estado, habían promovido el mal uso de la tierra (González Mendoza)”. (Manuel Valdés Pizzini. “El valor del papel donde están inscritas: las áreas protegidas”. 80grados.net, 10/2018)
La redistribución de tierras y privatización de las mismas, la inmigración de canarios, catalanes y corsos (de trescientos mil a principios de siglo a un millón hacia finales del s.19), impulsada por la Cédula de Gracia, el aumento de plantaciones de caña de azúcar, café y tabaco en las montañas cambió drásticamente a la fiel Provincia de Ultramar. Todo de frente a una potencia que quería poseer a la isla por su valor estratégico, y, luego, como centro comercial o banco o gueto urbano abandonada a su suerte.
Por dentro, una transformación de la población y sus estructuras (es el siglo cuando empieza a coger forma una nueva puertorriqueñidad y muchas de sus instituciones); por fuera, las luchas geopolíticas tenían a las islas caribeñas en su radar, como parte de fichas de un juego político-militar. Con la llegada de inmigrantes españoles y europeos -por los privilegios que les otorgaba el ser blancos- podían entrar a familias criollas de las clases burguesas: comerciantes, militares, terratenientes y pequeños agricultores con vínculos familiares a las anteriores. Es en esa coyuntura histórica que nace, se conocen y casan mis abuelos don Santiago y doña Teresa.
Él, un peón asalariado hijo de españoles. Ella, una criolla, hija de hacendados. Su boda fue hacia el 1897, y no tuvieron que probar su “limpieza de sangre”: primera hija, Mayito, nació mientras los estadounidenses invadían a Puerto Rico; la segunda -mi madre Lile- en el 1900, y a esas dos le siguieron Críspulo, Monserrat, Marta, Francisca, Cecilio, Zacarías. La tierra que los sostuvo y emparentó no daba para todos, y agricultura no era foco ni prioridad en la discusión de los nuevos gobiernos estadounidenses y colonialistas que siguieron a la colonia española. Casi todos esos hijos, desplazados: de Jájome a los guetos de concreto, tanto en la isla como en el norte. La gran mayoría -como decía el refrán: “que el jíbaro es mala malla”- superó los golpes de la historia, convertidos en clases medias, comprobando que sus raíces estaban bien plantadas.
Él, un peón asalariado hijo de españoles. Ella, una criolla, hija de hacendados. Su boda fue hacia el 1897, y no tuvieron que probar su “limpieza de sangre”: primera hija, Mayito, nació mientras los estadounidenses invadían a Puerto Rico; la segunda -mi madre Lile- en el 1900, y a esas dos le siguieron Críspulo, Monserrat, Marta, Francisca, Cecilio, Zacarías. La tierra que los sostuvo y emparentó no daba para todos, y agricultura no era foco ni prioridad en la discusión de los nuevos gobiernos estadounidenses y colonialistas que siguieron a la colonia española. Casi todos esos hijos, desplazados: de Jájome a los guetos de concreto, tanto en la isla como en el norte. La gran mayoría -como decía el refrán: “que el jíbaro es mala malla”- superó los golpes de la historia, convertidos en clases medias, comprobando que sus raíces estaban bien plantadas.
No comments:
Post a Comment