Alberto (no es su verdadero nombre; un derivado del mismo) llegó en el 1965 a Puerto Rico, y en el 1967 se mudó a Nueva York donde residió por más de treinta años, hasta que regresa de nuevo, jubilado, a vivir en San Patricio de Guaynabo, Puerto Rico. En Nueva York, cuando lo conocí en un bar gay underground (sin permiso estatal, en un sótano de un edificio de apartamentos en la calle 78 y la avenida Amsterdam que servía a homosexuales latinos, que de por sí, era un tipo de reunión considerada, para ese entonces, ilegal), trabajaba en lo mismo que hacía en Cuba, de tornero en un taller de hojalatería.
Él y sus tres amigos cubanos -Nito que travestía de bailarina de flamenco, José vendedor de ropa usada, y César empleado de una fábrica, que se nombraba a sí mismo como la mulata de fuego- no representaban el tipo de cubano burgués del exilio. Nos hicimos amigos de fiestas y bares junto a otros jóvenes latinoamericanos. Lo que hace de este Alberto un caso interesante, es su cambio de comportamiento y la percepción de quién es él dentro de un modelo estratificado social y económicamente, una vez se muda a Puerto Rico. Ese cambió no ocurrió de repente; se fue gestando desde que conoció a su última pareja: Milton.
La amistad y vida social con Alberto y su grupo duró unos dos años. Mi vida de estudiante graduado en Teachers College, trabajos en lo que fuese, miembro de los grupos Teatro de Orilla y Teatro Pobre de América y del colectivo que publicaba el folletín El Atrevido, además de que yo había salido del clóset, estaban algo opuestos a la vida de pareja que Alberto comenzó a tener con un puertorriqueño de pelo rizo, piel trigueña, alto, buen mozo, parlanchín, graduado de colegios privados -gustaba de decirlo y de nombrar a la gente que conocía en Puerto Rico, haciendo hincapié en los apellidos: que si “Julio el de los Arzuaga”, “Luis de los Bird”-, estudiante de doctorado en sociología, residiendo en una casa Tudor en un barrio de clases medias en Queens, con lámparas de lágrimas, alfombras persas, y muebles “faux vintage” bien aceitados. Mi vida era lo opuesto a lo que Alberto y Milton buscaban.
De vez en cuando nos enterábamos de lo que hacíamos por boca de terceras personas, sin mayor deseo de reunirnos, hasta cuando él regresa a Puerto Rico; y por asuntos de lo que no logra la historia, lo consigue una epidemia, un desastre: el Sida nos juntó de nuevo. La gravedad y muerte de un amigo en común nos volvió a poner de frente. Las diferencias que se fueron desarrollando y nos separaron, pasaron a un segundo plano. Suspendidas por un tiempo, desenterradas de nuevo después de los funerales. Nos despedimos sin decirlo en el emblemático bar Tía María en la avenida de Diego en Santurce,
De vez en cuando nos enterábamos de lo que hacíamos por boca de terceras personas, sin mayor deseo de reunirnos, hasta cuando él regresa a Puerto Rico; y por asuntos de lo que no logra la historia, lo consigue una epidemia, un desastre: el Sida nos juntó de nuevo. La gravedad y muerte de un amigo en común nos volvió a poner de frente. Las diferencias que se fueron desarrollando y nos separaron, pasaron a un segundo plano. Suspendidas por un tiempo, desenterradas de nuevo después de los funerales. Nos despedimos sin decirlo en el emblemático bar Tía María en la avenida de Diego en Santurce,
“Yo no vendría a este lugar” o algo así dijo esa última tarde, con un gesto de desprecio hacia los pocos gays y alguna que otra lesbiana, y las señoras y señores del vecindario, que a sabiendas de que es una bar predominante gay, van a tomarse un trago y ver las carreras de caballos que pasan en la tele -quizás el único bar gay con un televisor que presenta carreras de caballos-; y atrás un billar y una vellonera tocando discos de boleros, salsa, pop, que fuerzan a alguno que otro a cantar junto al disco que esta siendo tocado. Alberto ya no anda con gays clase obrera, ni con travestis vestidos con batas de colas y castañuelas, mucho menos, que lo vean con fuertes “mulatas de fuego”.
Su vida en un condominio de clases medias y medias altas en San Patricio de Guaynabo, amistades gays puertorriqueñas con ínfulas de burgueses (blanquitos es como se los conoce en la isla), que por una extraña razón lo incluyen en sus círculos; algo que difícilmente harían con un equivalente puertorriqueño -un hojalatero-, sirve cómo material para entender las relaciones/intersecciones entre clase, percepción del yo, raza (Alberto tiene un marcado acento habanero, la piel bien blanca, pelo castaño rubio, ojos color amarillento del tipo que los sureños de los EEUU llaman “high yellow” para señalar que quien los tiene es un mulato que parece blanco; una foto de los padres de Alberto muestran a una madre bastante obscura de piel); estudiar los actitudes y comportamientos de los significativos otros, integración y segregación en distintos entornos; transformación -acorde distintas estructuras y procesos- de un obrero cubano exiliado, venido a pequeño burgués en San Patricio de Guaynabo.
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