Monday, September 21, 2020

LA MOSCA Y EL COCODRILO

Nada que ver con la cucaracha de Kafka y mucho con la mosca de Buñuel en San Simeón del desierto. Llevaba rato amargándome la vida. Primero la sentí sobre el brazo izquierdo y lo sacudí. Se fué. Después, al rato, parada sobre mi oreja derecha, y le metí tremendo manotazo, a la oreja, y la mosca salió volando sobre la baranda del balcón. Una vez relajado, perdido como acostumbro, absorto en mi bebé interior, babeándome, la sentí sobre mi fornido muslo -yo estaba en ropa interior- y cuando vio mi dedo índice juntândose con el pulgar, formando un círculo en camino a darle tremendo golpe se movió hacia el interior de la sala. Me dije, ya basta. Decidí cambiar de estrategia. Como las moscas no discriminan entre productos frescos y podridos, y, además, recordé que la noche anterior había visto una película filmada en Tallandia sobre un cocodrilo asesino, en la cual el héroe, un americano blanco y rubio, salva a la población nativa -humanos y otras especies-, de ser consumidos por el inmenso reptil, quien guardaba sus presas hasta que estas estuviesen podridas para comérselas, me moví hasta la nevara y busqué una carne que llevaba semanas refrigerada; boté parte y dejé una porción sobre la mesa del comedor. La mosca cayó en la trampa. Una vez se plantó sobre la carne, rápidamente, la cubrí con un envase de cristal, mas bien, vidrio. Ella dejó la carne y se pegó al lado interior del utensilio de cocina; suplicando, no dudo. Allí quedó, encerrada, rodeada de pudedumbre. Al cocodrilo lo mataron con tremendos rifles, y el macharrán gringo se quedó con una tailandesa. Yo regresé al balcón, a seguir babeándome. 

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